Santiago 5, 9-12 ; Sal 102, 1-2. 3-4. 8-9. 11-12; san Marcos 10, 1-12

“No os quejéis, hermanos, unos de otros, para no ser condenados. Mirad que el juez está ya a la puerta”. Cuando leía el primer versículo de la carta de Santiago de hoy, hacía examen personal. ¿Cómo trato a los demás? ¿Cómo juzgo a los que tengo cerca, así como a aquellos de los que oigo hablar? … Esto de las murmuraciones es algo a lo que, casi siempre, no damos importancia. Lo vemos en nuestros ambientes. Desde la habitual crítica al gobierno (¿quién no ha hablado mal del gobierno, sea del signo que sea?), pasando por ese árbitro que nos hizo perder el último partido de fútbol, hasta llegar a la vecina del cuarto que me hace la “puñeta” cuando tiende la ropa, haciendo caer el agua en mi balcón. Nuestro problema, una vez más, es mezclar las formas. Confundimos el orden de las cosas, poniendo al mismo nivel un juicio sobre algo sin importancia, con una crítica que, verdaderamente, puede herir la fama del prójimo.

“Llamamos dichosos a los que tuvieron constancia”. La denominada virtud de la paciencia no debe confundirse con la resignación. Lo que caracteriza al hombre, como individuo superior de la naturaleza, es ser capaz de adquirir hábitos (que nada tiene que ver con tener manías). Y esto exige un cierto esfuerzo. Por ejemplo: Cuando estamos habituados a hablar mal de los demás, estamos diciendo, por una parte, que justificamos nuestros errores con aquellos que cometen otros. Y, por otra parte, hemos adquirido un hábito malo, pues, normalmente, vemos aquello que se hace mal, y solemos obviar las cualidades positivas de los demás. ¡Cómo cambiaría nuestra actitud, si no pudiendo hablar bien de otros, simplemente calláramos! Ya no habría resignación, sino que buscaríamos siempre lo mejor para ser constructivos, evitando la crítica que, normalmente, suele ser destructiva.

“Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura”. Lo que para nosotros puede ser difícil, o casi imposible, Dios lo transforma en algo más que asequible. Se trata de ir dejando los constantes voluntarismos a los que estamos acostumbrados (“esto lo hago ‘por narices’”, “¡me importa ‘un bledo’ la opinión de los demás!”, “nadie me va a hacer cambiar a estas alturas de la vida”…), e ir entrando en la perfección de las cosas divinas. No significa que debamos rechazar nuestra condición humana, sino que hemos de darle el calado que le corresponde… y esto sólo lo puede hacer Dios. Dejarnos querer por Él, significa el ir adquiriendo habitos operativos buenos, aunque a veces sea a costa de renunciar a tantas manías y caprichos personales. ¿Quieres ser feliz? Entonces, ¡ánimo!, experimenta la misericordia de Dios en tu vida (con la oración, con los sacramentos, sabiendo perdonar, queriendo escuchar a los demás, no anteponiendo tu juicio, ejercitando la paciencia…), y ya verás que las personas y acontecimientos que te rodean adquirirán otro tono, muy distinto a la visión pesimista del que sólo ve lo negativo cuando habla de otros.

A Nuestra Madre la Virgen me la imagino susurrando al oído de cada uno las palabras adecuadas para vivir, de verdad, pendientes de los demás, y así darles a conocer en qué consiste esa ternura de Dios de la que nos habla hoy el salmista.