Santiago 5, 13-20; Sal 140, 1-2. 3 y 8 ; san Marcos 10, 13-16

Debo de reconocer que esta relectura de la carta del Apóstol Santiago me está sorprendiendo. A lo largo de su epístola, el que fuera denominado “el hermano del Señor” (quizás porque fuera pariente suyo), va desgranando toda una serie de aspectos, verdaderamente concretos, para vivir la vocación cristiana. Después de haber hablado de las riquezas, la fe y las obras, la verdadera sabiduría, sobre la concordia y el cómo hablar bien de los demás, ahora, al final del último capítulo, nos hace una serie de recomendaciones acerca de la oración y sus fines.

“¿Sufre alguno de vosotros? Rece. ¿Está alegre alguno? Cante cánticos. ¿Está enfermo alguno de vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, y que recen sobre él”. Se suele indicar como el último de los sacramentos el de la unción de enfermos. Aún recuerdo, siendo seminarista, cuando acompañé al sacerdote de la parroquia, donde realizaba mi pastoral, a mi primera visita de enfermos. Se trataba de una mujer que agonizaba, y lo que realmente me sorprendió fue observar cómo, después de la administración del sacramento (tal y como lo describe el apóstol Santiago, con la unción de óleo incluido), la enferma recuperó un semblante sereno y agradecido. Durante años se practicó la unción de enfermos como si fuera casi una recomendación final para el moribundo (de hecho, se la denominaba “extrema unción”, “in articulo mortis”, es decir, cuando la persona estaba a punto de morir). Pero, en realidad, se trata de un sacramento que da la Iglesia para recuperar la salud de alma, espíritu y cuerpo a un cristiano en estado de enfermedad grave o vejez, pudiéndose practicar las veces que sea necesaria, siempre que dicha enfermedad sea grave.

“Así, pues, confesaos los pecados unos a otros, y rezad unos por otros, para que os curéis”. Por supuesto, que la unción de enfermos no es algo que funcione al estilo “estímulo-respuesta”, sino que, como los demás sacramentos, son gracias que Dios da con la mediación de la Iglesia. ¡Ese es su tesoro!, porque, además, está refrendado por la oración continua de los que somos sus hijos y, en esa comunión de los santos (que es como un gran circuito de vasos comunicantes), todos participan de los méritos de Cristo, que es la verdadera fuente de tantos dones divinos.

Orar siempre, ahora y en la hora de la muerte, no significa un destino trágico de la vida, sino que es participar de la misma generosidad de Dios. Jeús rezaba (y mucho), y sus discípulos le pidieron que les enseñase. Se trataba de un despliegue de corazones gemelos, que participaban de una misma esencia, y que sólo en la oración (lejos de miradas indiscretas), Padre e Hijo se reconocían idénticos en un amor sin límites. ¡Cuánto ganaría nuestra manera de rezar si sintiéramos, aunque fuera una pizca, un destello de esa unión entre lo finito (nuestra pobre oración) y la eternidad (el amor desbordante de Dios por ti y por mí)!

“Os aseguro que el que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él”. Vivir la infancia espiritual, delante de Dios, es la mejor de las oraciones. Por otro lado, no es algo tan sencillo como algunos puedan imaginar, pues es necesaria una verdadera actitud de abandono en las manos de Dios, ahora y en la hora de la muerte. En cada Ave María hacemos esa misma petición, porque, ¿qué mejor trato puede tener un niño que el cuidado constante de una madre que vela (reza) por nosotros en todo instante?