san Pedro 1, 3-9 ; Sal 110, 1-2. 5 -6. 9ab y 10c ; san Marcos 10, 17-27

Hace años era frecuente escuchar la siguiente expresión (casi siempre en tono simpático): “Todo el mundo es bueno”. Era casi como una jaculatoria que no pretendía otra cosa, sino mostrar la bondad del ser humano. Significaba tener conciencia de que, sin ser perfectos, siempre hay un fondo de ingenuidad e indulgencia en todo hombre, lo que le capacita para obrar con una cierta rectitud y honradez. Sin embargo, esa predisposición de antiguo parece que ha dado ahora lugar a una cierta sospecha acerca del comportamiento de los demás. No creo que se trate de diferentes culturas o sociedades, sino que hay algo en el ambiente que parece desvirtuar esos buenos sentimientos. A ese “algo” me gusta denominarlo: la mentira. “La fuerza de Dios os custodia en la fe para la salvación que aguarda a manifestarse en el momento final. Alegraos de ello, aunque de momento tengáis que sufrir un poco, en pruebas diversas”. ¿Cuál es el motivo?: que hemos dado, una vez más la espalda a Dios.

Cuando el apóstol san Pedro nos dice que es Dios, con su fuerza, el que nos protege, no lo está diciendo en un sentido metafórico, sino que es algo que pertenece a lo más íntimo de cada uno. Ninguna protección humana (un ideario político, un gobierno, un ejercito… ni siquiera el amor de unos esposos o unos padres) puede igualarse con el amparo de Dios, porque radica en lo más hondo de nuestro ser para garantizar nuestra propia existencia. ¡Esta es la raíz de la bondad de Dios!, que se identifica con la única verdad posible. Lo demás (no nos llamemos a engaño) es producto de unos deseos efímeros, de unas ilusiones incumplidas… del lado de la mentira que, en tantas ocasiones, nos acompaña.

“No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación”. Unida a la verdad se encuentra la fe. Nada tiene que ver esa confianza con entregarse a un oscuro destino, si no, Dios no se hubiera encarnado. La fe que se nos pide se fundamenta en la vida real de Cristo en cada uno de nosotros, vida que va más allá de lo que se puede percibir con la vista o los sentidos, se trata de algo más radical: ¡Dios se hace alimento en cada Eucaristía! Lo comemos, materialmente hablando, y el alma se transforma en morada Suya. ¿Hay quién dé más?…

“¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios”. Siempre me ha producido tristeza este pasaje del Evangelio. Un joven que es ganado por el amor de Cristo, resulta incapaz de corresponder al ofrecimiento de dar su vida para ganar la eternidad en ese preciso instante. ¿Cuántas veces has tenido tú esa oportunidad? Quizás no las recuerdes, pero, te aseguro que han sido muchas a lo largo de tu vida. Ese amigo que te habló un día de Dios, esa madre que te enseño a rezar cuando eras niño, esa iglesia con la que te topaste y entraste en ella por curiosidad, esa muerte que tanto te impató y te preguntaste: “¿por qué él (o ella), y no yo?”… Sí, detrás de cada uno de esos acontecimientos se esconde la bondad de Dios en todo su esplendor, pero, ¡andamos tan a lo nuestro!, que, en vez de encontramos con el rostro amable de Jesús (como el joven rico del Evangelio) nos encontramos con el nuestro propio que no lo es tanto…¡Cuánto nos cuesta aceptarnos, y aceptarle a Él!

Mira a María, nuestra Madre. Ella contemplaba en su regazo a ese Hijo, y reconoció lo bueno que es Dios. La Virgen nos llevará por caminos de verdad para extender el bien por todo el mundo…¡que seas fiel!