san Pedro 1, 10 16; Sal 97, 1. 2-3ab. 3c 4 ; san Marcos 10, 28-31

Hace unos días, durante un retiro espiritual, una señora emocionada me hacía saber, con lágrimas en los ojos, de qué manera sentía el amor de Dios, pero, me advertía, que no sabía cómo corresponder a tanta gracia recibida. Después de animarla, asegurándole que iba por el buen camino, y que el Señor nos pide también paciencia (en primer lugar, con nosotros mismos), cambiamos de conversación. Y en ese “cambio de tercio” la buena señora sacó a relucir lo feliz que se encontraba una amiga suya (muy católica, decía ella) al tener un hijo mediante la fecundación “in vitro”. Cuando le respondí que esa acción estaba fuera del querer de la Iglesia, pues era un atentado a la vida humana, se acabaron las lágrimas de cocodrilo. “¿Cómo puede la Iglesia oponerse a un deseo tan hermoso como el de tener hijos?”, me increpó. No sirvieron para nada los razonamientos ni las explicaciones. Ella se aferró a que se trataba de una opinión, pero, curiosamente, en este asunto, para nada contaba la “opinión” de la Iglesia.

“Como hijos obedientes, no os amoldéis más a los deseos que teníais antes, en los días de vuestra ignorancia”. ¿Han de identificarse nuestros deseos con los de Dios? Evidentemente, no. Pues bien, no es para muchos una evidencia en absoluto. Si algo que considero que me satisface (y pienso que “no hiere al vecino”) estoy en el pleno derecho de exigirlo… y, en primer lugar, a Dios. ¿Cuántas veces hemos oído que la Iglesia busca “cortarnos las alas” con tantas prohibiciones “a diestro y siniestro”? Pero, ¿qué es eso de que la Iglesia “busca”? ¡Vamos!, que me imagino a todo un despliegue policial-eclesiástico, apostado en cualquier esquina para pillar “in fraganti” al primer trasgresor de una norma. Si hay un sitio donde alguien puede hacer “lo que le da la gana”, esa es la Iglesia. Otra cosa, muy distinta, es que lo haga con su consentimiento. La voluntad de la Iglesia se identifica con la de Dios… y aquí, no hay “trampa ni cartón”. Y lo digo sin pelos en la lengua. Pero, veamos el lado positivo de la cuestión. No existe ninguna institución en el mundo donde la presunción de inocencia se opere, con tanta radicalidad, como en la Iglesia. Uno puede ir al sacramento de la confesión, por ejemplo, y echarle la culpa a otro de sus males, y el sacerdote presupondrá que esa persona actúa con rectitud de intención, aunque el penitente no sea en absoluto sincero. Por encima de la mediación de la Iglesia (nunca podemos olvidarlo) se encuentra la propia conciencia donde, en último término, sólo se encuentran Dios y esa persona.

¿Cuál es el problema? Sencillamente, que nos gustaría que la Iglesia se identificara con nuestros caprichos, de la misma manera que, en tantas ocasiones, y dependiendo de las circunstancias, fabricamos un dios a nuestra imagen y semejanza. Lo dice muy claramente san Pedro en la lectura de hoy: “El que os llamó es santo; como él, sed también vosotros santos en toda vuestra conducta”. Así pues, no se trata de que Dios sea santo como yo lo soy, sino todo lo contrario. ¿De qué sirve llorar ante una “experiencia mística”, cuando, de verdad, lo que nos pide Dios es más docilidad y más normalidad en nuestra conducta?

“Muchos primeros serán últimos, y muchos últimos primeros”. En ese trastocar (consciente o inconscientemente) lo que le corresponde a Dios y a nosotros, hay, en definitiva, un problema con la verdad. La afectividad se ha apoderado de nuestra razón, y “a ver quién es el guapo” de demostrar lo contrario. Parece que se hubiera puesto un gigantesco cartel en las nubes que dijera: “Todo vale cuando se trata de contradecir la voluntad de Dios, ahora bien, que nadie se atreva a llevarme la contraria”. Pero, ciertamente, más que en las nubes, Dios se encuentra en nuestros corazones, aunque se encuentren un tanto endurecidos… La Virgen los transformará en carne si somos capaces de decir, tal y como dijo un día Ella: “He aquí la esclava del Señor”.