Joel 2, 12-18; Sal 50, 3-4. 5-6a. 12-13. 14 y 17 ; san Pablo a los Corintios 5-20-6,2; san Mateo 6.1-6.16-18

Entre las cosas que producen mayor dolor se encuentra la separación entre dos personas que se aman. Los motivos pueden ser muy distintos. Sin embargo, hay uno que resultó especialmente doloroso: la ruptura entre Dios y el primer hombre. No se trataba de un amor a primera vista, ni era fruto de una relación forjada a través del tiempo, “simplemente”, el hombre estaba hecho para Dios… a su imagen y semejanza. Esto, que puede ser sencillo de decir, sólo se entiende desde el “dolor” de Dios, y no hay nadie que pudiera restablecer esa relación perdida, sino Él mismo. Éste es el único sentido que tiene la Cuaresma, que comienza en este Miércoles de Ceniza, y que consiste en el gran “espectáculo” del amor de Dios, y en el que tú y yo podemos ser también protagonistas… “sólo” es necesario corresponder a ese Amor que, aunque infinito, se ha hecho carne (y sangre derramada). De esta manera, nuestro sufrimiento, ése que el mundo no puede explicar, tendrá sentido, y sentido redentor.

“Entre el atrio y el altar lloren los sacerdotes, ministros del Señor”. Nunca me había parado a considerar estas palabras del profeta Joel. Me siento, necesariamente, implicado en ellas. En cada celebración de la Eucaristía, que es el único Sacrificio de Cristo. ¿No deberíamos de llorar los sacerdotes, cada vez que traemos al Hijo de Dios sobre el altar, porque somos indignos de asumir un papel que, en realidad no nos corresponde, porque pertenece, sólo y exclusivamente, a Aquel que lo realizó de una vez para siempre? Sin embargo, Dios siempre sobrepasa cada una de nuestras expectativas, y, en el sacrificio del altar, quiere perpetuar ese acto de amor a lo largo de los siglos.

“Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado”. Después de la ofrenda del pan y el vino, el sacerdote, mientras se lava las manos, recita esas mismas palabras. Es el reconocimiento profundo de un hombre que, gracias a la misericordia de Dios, más que por sus méritos, puede prestar sus manos, su voz y su todo su ser, para que el mismo Cristo renueve ese único sacrificio agradable a Dios Padre.

“Al que no había pecado Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a él, recibamos la justificación de Dios”. La ceniza que recibimos hoy es la manera de recordarnos cuál es nuestra auténtica condición: hombres y mujeres necesitados de misericordia. También nos invita a vivir, no cara a los demás, sino sólo delante de Dios, la necesidad de desagraviar lo que Cristo realizó, en nombre de cada uno de nosotros. Por eso, nos dice Jesús en el Evangelio: “Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos”.

La Cuaresma son cuarenta días que culminarán en un desastre para el mundo, y en un don personal para ti y para mí. Sin embargo, eso que puede suponer pérdida para muchos (la muerte de Cristo en la Cruz), en realidad se trata de un reproche a la mediocridad de la que tanto abunda en nuestros días. ¡No escondamos el milagro que se va a operar, un año más, en nuestras vidas!… aunque sea a golpe de ceniza (desde lo oculto y escondido), la gracia de Dios seguirá operando a pesar de tanta torpeza personal por nuestra parte. La Virgen nos contempla y, en esa ceniza puesta en nuestra frente, también adivinamos un beso de esa Madre que nunca nos abandona, como nunca abandonó a su Hijo, incluso al pie de la Cruz.