Isaías 58, 1-9a; Sal 50, 3-4. 5-6a. 18-19 ; san Mateo 9,14-15

La alegría no va reñida con el sufrimiento para un cristiano. En la enfermedad, en la contradicción o en la soledad, podemos tener sentimientos contraspuestos que pueden darnos la sensación de permanecer en un cierto abandono. En esta escuela de la Cuaresma, sin embargo, que dio comienzo el pasado miércoles de Ceniza, nos encontramos con una verdadera sacudida hacia todo aquello que pueden significar las seguridades o prejuicios, con los que vamos construyendo nuestra vida personal. ¿En qué se cifra nuestra alegría en medio de tanto aparente desencanto? En que Cristo nos lleva a la Cruz para destruir a la muerte y vencer al pecado… y, desde ahí, vivir para siempre en un gozo sin fin.

“E1 ayuno que yo quiero es éste: Abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos; partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo, y no cerrarte a tu propia carne”.
Muchos han olvidado el sentido de la penitencia y el ayuno al que se nos invita durante estos días. Algunos piensan que la Iglesia se empeña en prohibir y reprimir lo que es bueno, para así darnos a entender quién es la que manda. Lo que ocurre es que, como la mayoría de las ocasiones, nos quedamos en la periferia de las cosas, porque eso de profundizar en el verdadero sentido de aquello que se nos dice, significaría un cambio personal y de actitudes. Todo lo que tiene que ver con Dios no es superficial, porque se dirige al corazón del hombre, y la Iglesia es la que tiene la custodia de que todo lo que venga de Él no pierda su originalidad divina, es decir, santificadora y redentora. Por eso, el ayuno al que nos invita la Iglesia, y que viene avalado por la Palabra de Dios, tiene su fuente, en primer lugar, en el interior del hombre. Y como el hombre no sólo es espíritu, necesita manifestar externamente esa adhesión a la obra de la salvación de Dios. La penitencia y la renuncia personal nos ayudan a desprendernos de todo aquello que pueda impedirnos una mayor cercanía al que nos da la razón de nuestra existencia, a la vez que nos recuerda cuál es en verdad nuestra condición: hombres y mujeres de una extrema debilidad que, reconociendo el poder de Dios, acuden a su infinita misericordia.

“Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias”. El salmo 50, que volvemos a leer en este día, está cargado de una verdadera esperanza. No son reproches los que se nos lanza, nos muestra, más bien, en qué consiste la realidad de Dios y la nuestra. Nadie es capaz, por muy listo que se crea, de asegurar que podrá encontrar todas las respuestas con la sola luz de su inteligencia. La limitación humana es algo que nos acompaña constantemente, pero el “mérito” lo tenemos, no en lo que damos, sino en lo que recibimos. Lo que el mundo no nos puede revelar, lo hace Jesucristo desde la Cruz. Misterio de amor y reconciliación, que nos eleva a lo más alto de la sabiduría: el don del Espíritu Santo que inhabita en nuestro interior. Por eso, somos capaces de vivir con alegría… y, por eso, a pesar de ese sufrimiento “descarnado” del que somos testigos (el nuestro, y, sobre todo, el de Cristo, que asume el de todos los hombres), se nos invita a gozar en nuestro interior el anticipo de una felicidad sin ocaso.

La Virgen María sufrió, y de verdad. Pero su interior, lleno de la gracia de Dios, le hacía percibir, en cada instante de su vida, esa unión “indisoluble” con la voluntad de su Hijo que, desde la Cruz, la hizo Madre nuestra…. y esa actitud, también produce felicidad.