Levítico 19,1-2.11-18; Sal 18, 8. 9. 10. 15 ; san Mateo 25, 31-46

Hace unos pocos días hablando con unos jóvenes daban como argumento de autoridad: “Yo es que eso no lo considero pecado, no me arrepiento.” Cada cual puede imaginar de qué tema me estaban hablando, es válido para muchísimos casos. En el fondo es el complicado asunto de la conciencia que, volviendo a la tentación original, quiere ser como un pequeño diosecillo, que no sólo indica sino que dicta lo que está bien y está mal. Vuelve a resonar el antiguo eco del “seréis como dioses,” que pronunció el príncipe de la mentira.
«Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo.” ¡Qué distinto suenan estas palabras.” Las palabras de la serpiente en el paraíso ofrecían lo que no podían dar, se arrogaban algo que no era suyo y, por eso, después de hacer caer en el engaño se aleja reptando por tierra. El Señor ofrece lo que le es propio, su santidad, y la ofrece a cada uno de nosotros. Y no sólo la ofrece, sino que nos da los medios para conseguirla, que es Él mismo: «Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis.»
Ayer estábamos en el desierto junto al Señor. No sé si alguna vez habéis estado en medio del campo o en algún lugar lejos de los ruidos habituales de la ciudad, de las televisiones y transistores. Entonces parece que cuando estás en medio del silencio se afina el oído. Empiezas a escuchar el crujido de la madera, las pisadas de los animales, cualquier pequeño sonido te pone en alerta. Esa finura de oído es la que tenemos que buscar en la cuaresma, para distinguir si estamos escuchando la voz de Dios, la del enemigo o, lo que más triste sería, pues eso les pasa a los locos, nuestra propia voz. Porque llegará un día en que oigamos claramente, sin ninguna duda posible, las palabras más importantes para toda nuestra eternidad, y estas serán: “Venid vosotros, benditos de mi Padre; “ o “Apartaos de mí, malditos.”
Muchas veces en la cuaresma deberíamos leer este evangelio de San Mateo. No sólo para tener algo de temor de Dios, que no les vendría mal a muchos, sino también para no aplazar lo que hay que hacer. Cuando a veces esperamos y esperamos que el Señor nos mande un carisma especial del Espíritu Santo para empezar a vivir como hijos de Dios, nos acordaremos de las palabras del Evangelio: «Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?» Pues “cada vez que lo hicisteis,” no cada vez que tenías la idea de que sería bueno hacerlo y lo aplazaste para otra ocasión. Eso que el Señor te hace ver en la oración que sería bueno hacer, hazlo. Él te dará la gracia para llevarlo a cabo. Ya dice la sabiduría popular que “de buenas intenciones está empedrado el infierno.”
“Yo es que eso no lo considero pecado, no me arrepiento.” Me parece la excusa de los que tienen las miras cortas, de los que jamás han escuchado verdaderamente a Dios, de los que no se creen verdaderamente que Dios “es el Señor” y por eso se atemorizan y se asustan de la simple posibilidad de ser santos como el Señor es Santo. Si todavía te vence tu soberbia o tu cobardía lee despacio el salmo de hoy y deja que vaya calando en tu corazón, hasta que encuentres “descanso” y alegría.
La Virgen limpió el cuerpo de Cristo al bajarlo de la cruz, y limpiaría el cuerpo naciente de la Iglesia esperando la resurrección, inyectándoles ánimo y confianza.. Acude a ella, deja el miedo a un lado y decídete ya a seguir a Cristo.