Ester 14, 1. 3-5. 12-14; Sal 137, 1-2a. 2bc y 3. 7c-8; san Mateo 7, 7-12

Ayer, en la puerta de los locales de mi parroquia un niño lloraba desconsoladamente. No era un llanto de esos discretos, unos pequeños pucheritos, no. Gritaba como un descosido, nada que le dijese su padre podía consolarle. La causa de su pena era que se había cerrado la puerta de los locales y la pobre criatura pensaba que su hermano no saldría de catequesis. ¡Cómo si tuviésemos algún interés en coleccionar niños en la parroquia!. No se consoló hasta que vio salir a su hermano y su padre mientras tanto le decía: ¿Ves como yo tenía razón?. Pero el niño, como un minúsculo santo Tomás, hasta que no vio no creyó.
“A nosotros, líbranos con tu mano; y a mí, que no tengo otro auxilio fuera de ti, protégeme tú, Señor, que lo sabes todo.” La reina Ester no se enfrenta a un problema pequeño. De ella depende el futuro del pueblo y su propia vida. Pero no se dedica a llorar en un rincón, a ver qué pasa. Acude a aquel que sabe que puede ayudarle: al Señor. Y se fía completamente de Él. Muchas veces habremos oído a personas, tal vez a nosotros mismos, quejarse de que Dios no escucha. Suele ocurrir cuando vamos a “regañar” a Dios por algún problema o alguna desgracia. Pero ¿hemos acudido antes al Señor?. ¿Nos hemos puesto confiadamente en sus manos?. No sé qué habremos hecho mal los curas (los curas tenemos la culpa de casi todo), para dar tan mala imagen a Dios. Por mucho que digamos que Dios es amor, muchas personas siguen pensando en un Dios vengativo, castigador y justiciero, al que sólo acuden para regañarle y llenarle de “por qués”.
¿Tan difícil es pensar que Dios nos quiere bien? Es más, es quien más nos quiere y nos da aún aquello que no merecemos. Estamos en cuaresma. Es un tiempo para que nuestra oración la hagamos muchas veces frente al crucificado. Cuando contemplamos la cruz se acaban los “por qués.” Y no se acaban porque nos dé más pena Jesús o pensemos que Él lo pasó peor. Terminan porque en la cruz, donde parece que no hay nada más que sufrimiento y miseria, descubrimos la cantidad de cosas que nos da Dios, y que no merecemos. Descubrimos que esa situación, esa enfermedad, esa pobreza, ese pecado que nos atormenta podemos ponerlo en los brazos abiertos del crucificado, refugiarnos en sus llagas y, entonces, esa situación se convierte en una gracia de Dios. Hasta la muerte es vencida por la Vida. No hay nada que temer, ni nada que nos atemorice, pues estamos en buenas manos, en las mejores manos.
“¡Cuánto más vuestro Padre del cielo dará cosas buenas a los que le piden!” El Señor está deseando que le pidamos cosas, y no que vayamos a berrear a la puerta del sagrario, como el niño desconsolado de la puerta de mi parroquia. Sabemos de quién nos hemos fiado, y por eso los cristianos, ante cualquier circunstancia, tenemos confianza y esperanza.
“En resumen: Tratad a los demás como queréis que ellos os traten.” El Papa ha insistido en su primera encíclica en que el amor a los hombres nace y se afianza en el amor a Dios, y en el amor que Dios nos tiene. Cuando confiemos en Dios plenamente, confiaremos verdaderamente en el hombre. ¡Y qué distintas serían las cosas!.
La Virgen te muestra ese amor y confianza plena en Dios, está en pie al lado de la cruz. Que ella nos ayude a saber de quién nos hemos fiado, y nos conceda la alegría.