Crónicas 36, 14-16. 19-23; Sal 136, 1-2. 3. 4. 5. 6 ; san Pablo a los Efesios 2, 4-10; san Juan 3, 14-21

Hay un misterio grande en el amor de Dios, y es que entrega a su propio Hijo para redimir el mundo. Benedicto XVI en la encíclica que ha dedicado al amor de Dios habla de cómo Dios se enfrenta a sí mismo y, por la misericordia, vence la justicia. “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único”.
A veces, erróneamente, se juzga a Dios como sádico. Como si Él tuviera necesidad de la sangre de su Hijo para saciar su deseo de venganza. La Sagrada Escritura muestra que esto no es así. El mismo amor con que el Hijo acepta subir al calvario es el que tiene el Padre al dejarlo en la soledad de la Cruz. El ejemplo claro que lo ilustra es el sacrificio de Isaac. Entonces Dios no permitió que Abraham degollara a su hijo, al que había pedido en sacrificio. Permitió, en cambio, que fuera sustituido por un carnero que encontraron en la montaña. Jesús no puede ser sustituido por nadie. Él subirá a la cruz en la que deberíamos estar todos nosotros. Y aún así nuestra muerte no aportaría nada al mundo. Sería sólo el destino cruel y horrible del hombre que vive bajo la dominación del pecado.
Este lenguaje puede resultar duro para algunos. Estamos construyendo un mundo azucarado, donde los cilicios están acolchados y la penitencia ha quedado en las buenas intenciones. La ofrenda de Jesús ilumina la maldad del pecado, su gravedad. En este tiempo de Cuaresma el Evangelio de hoy reconduce nuestro caminar. Jesús le recuerda a Nicodemo lo que sucedió en el desierto. Por sus pecados, que se reducían a un olvido de Dios y una vuelta a los ídolos, el Señor permitió que el pueblo de Israel fuera atacado por serpientes venenosas. Su picadura era mortal. Pero quienes dirigían la mirada al estandarte levantado por Moisés recuperaban la salud. Ahora se trata de mirar la Cruz de Cristo.
En cierta ocasión una niña pequeña, de unos seis años, llamada Audry, fue a Misa con su madre. En un momento dado se escapó de su lado y corrió al final de la iglesia, donde estaba el confesionario. La mamá, que además tenía otros pequeños con ella, cuando acabó la celebración, la riñó por su comportamiento. La niña le respondió: Es que allí está Jesús clavado en la cruz (había un crucifijo), y viéndolo es muy difícil no amarlo.”
La Cuaresma se asemeja a la experiencia de Israel en el desierto. También durante esta época puede sobrevenir el desánimo e, incluso, incrementarse las tentaciones, como le sucedió a Jesús en el desierto. Es tiempo de prueba y de purificación. También el momento de intensificar el combate ascético. Para resistir y alcanzar fuerzas hay que mirar la cruz de Cristo y abrazarse a ella. Como esos santos recientes que nos han recordado el poder redentor de la Cruz: Santa Teresa Benedicto de la Cruz o el Padre Pío de Pieltrecina, por poner algunos ejemplos. Mirar el árbol de la Cruz es contemplar el amor de Dios y la redención del hombre. Es allí donde hemos sido salvados. Es cierto que puede tener, sobre todo a veces, un aspecto repugnante. Nuestros pecados no la hacen ver así. Pero es el dulce árbol de la vida. Si nos cuesta ir a ella pidámosle a María, que permaneció firme junto a su Hijo crucificado, que nos ayude a acercarnos al madero salvador.