libro de la Sabiduría 2, 1a. 12-22; Sal 33, 17-18. 19-20, 21 y 23; san Juan 7, 1-2. 10. 25-30

El Evangelio de hoy anticipa la tensión dramática que viviremos durante la Semana Santa. Jesús sube a Jerusalén medio a escondidas y la gente ya sabe que lo quieren matar. Sin embargo, no pueden echarle mano porque aún no ha llegado su hora. Es un misterio grande cómo se conjuga el designio de Dios con la libertad del hombre. Ni Dios anula la libertad humana, ni esta puede impedir el cumplimiento del plan divino.
La frase, “no había llegado su hora” hay que entenderla bien, y más ahora que nos acercamos a las celebraciones culminantes del Año Litúrgico. Esa hora no llegó por casualidad ni la decidió nadie fuera de Dios. Esa hora viene regida por Dios y a ella se han ordenado todas las anteriores de la historia. Es más, a partir de ese momento el tiempo va a ser diferente. La hora de Jesús es el momento en que el tiempo humano deja de estar sometido a la tiranía del pecado y se abre, por la Cruz, a la eternidad misericordiosa de Dios. Será arrastrada por la furia del pecado, pero de la ignominia Dios hará causa de nuestra redención.
Al meditar estos textos me venía a la cabeza una reflexión ascética. Muchas veces decimos que no tenemos tiempo. Y no pocas, para lo que nos falta tiempo es para Dios. Esa carencia se concreta especialmente cuando hay que rezar. En el momento previsto para la oración mil cosas urgentes piden paso. Por eso el Catecismo, refiriéndose a la oración, dice que no se reza cuando se tiene tiempo sino que se busca tiempo para estar con el Señor. Jesús ordena toda su vida en función de esa hora en que el poder de las tinieblas iba a extender su terrible velo sobre toda la tierra y, creyéndose vencedor, ser derrotado para siempre.
Todo lo que le sucede a Jesús gira en torno a esta hora. En su vida suceden muchas cosas, pero ninguna es dejada a la improvisación. El cumplimiento de la voluntad del Padre rige todas las elecciones. Así, por ejemplo, llega tarde a la muerte de Lázaro, porque era conveniente para que se manifestara la gloria de Dios. Era su amigo, pero había cosas más importantes. Y, siendo Dios, no se sustrajo al dolor por su pérdida.
El tiempo de Jesús era todo para el Padre. Recuerdo, una vez que visité una Cartuja, donde los monjes seguían dócilmente las campanadas del reloj. Se ceñían al horario de la regla como camino de santidad. Cinco minutos antes de cada actividad sonaban las campanadas. Así los cartujos podían dirigirse, sin prisas pero sin pausa, a su nueva ocupación. Al observarlos desde un promontorio que daba una visión completa del claustro, me di cuenta de lo que significaba dar el tiempo a Dios.
La Iglesia también intenta estar todo el día cumpliendo la voluntad del Señor. Por eso es significativo que la oración oficial de la Iglesia se denomina “Liturgia de las Horas”. Estructuradas en diferentes momentos del día (laudes, vísperas…), esas oraciones intentan que toda la jornada la Iglesia esté en diálogo con Dios para cumplir en todo su voluntad.
Para acrecentar esa presencia de Dios en algunos lugares se han desarrollado algunas devociones, como rezar una avemaría cada hora, o el ángelus en momentos determinados (6 de la mañana, 12 del mediodía…). Son maneras para que nuestro tiempo esté dedicado a Dios y, de esa manera, no lo perdamos. Que la Virgen María nos guíe a lo largo de todas las horas para que, como ella, seamos fieles servidores del Señor.