Daniel 3, 14-20. 91-92. 95; Dn 3, 52. 53. 54. 55. 56; san Juan 8,31-42

La Iglesia no es sólo una institutición o un edificio; la Iglesia es la madre buena que nos hace redescubrir, una y otra vez, el rostro de Cristo, su Esposo. Esta consideración, hecha en voz alta, me recordaba la entrañable figura, ya desaparecida, de Juan Pablo II. Celebrábamos el domingo pasado el primer aniversario de su muerte; y digo “celebrábamos”, porque estoy convencido de que, desde el Cielo, nos mira con especial cariño, gozando ya de la visión de Dios. Ese Papa que, por cierto, me consagró sacerdote hace ya algunos años, fue un verdadero maestro del amor a la Iglesia. Todos recordamos cómo se gastó por llevar a Cristo hasta el último rincón de la tierra. Ni el frío, ni el cansancio, ni la enfermedad, ni la vejez… fueron obstáculo para llevar un aliento de ánimo y verdad a aquellos que le escuchaban.

“Si os mantenéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”. Hace unos días, hablando con un compañero sacerdote, intentaba destacar algún aspecto que, de manera especial, subrayara la personalidad y la santidad de Juan Pablo II. Después de reseñar alguna que otra característica, me vino con meridiana claridad una que me pareció esencial: Juan Pablo II, sobre todo, era un hombre libre. Y, porque era libre, hablaba sin respetos humanos, ni condicionamientos, aún en la situación tan prominente en la que se encontraba. Todos, eclesiásticos, hombres de estado, artistas, deportistas… todos los que, de una manera u otra, pudieron intercambiar algunas palabras con ese Papa, no dudaban en afirmar que lo que les llamaba la atención era su ternura y su autoridad, a un mismo tiempo, cuando se trataba de hablar sobre cuestiones esenciales: Dios y el hombre. Su primera encíclica, “Redemptor hominis (“El Redentor del hombre”), de hecho, marcó un itinerario de lo que iba a ser su pontificado, y que recogía también del Concilio Vaticano II: “El misterio del hombre sólo ser resuelve en el misterio del Verbo Encarnado (Jesucristo)”. Y digo también “ternura”, porque no necesitaba ponerse en un pedestal para hablar de Dios, sino que su magisterio siempre lo puso al servicio de los sencillos y humildes. Así, muchos de sus gestos (aunque algunos quisieron apagarlos con afirmaciones del tipo “telegenia de un actor”), siempre intentaban calar el corazón de todos para que el mensaje de Cristo fuera más amable, aunque sin perder ni un ápice de contenido, pues era libre, es decir, la libertad de quien ama a Dios y sirve a los demás.

La mejor manera de traducir todo esto era su amor a la Iglesia… la misma Iglesia en la que nos encontramos tú y yo, es decir, con nuestras cualidades y defectos, pero que cuenta con la certeza de que el Espíritu Santo en ningún momento va a abandonarla. ¡Cuánta valentía la de Juan Pablo II! Aunque pueda parecer un tanto impertinente por mi parte, estoy convencido de que no sólo los enemigos de la Iglesia, sino que muchos de nosotros, los que nos consideramos hijos de Ella, no llegamos a atisbar el alcance de sus palabras y mensajes. Quizás nos quedamos un tanto en la periferia, pues nos da miedo seguir el ritmo de semejante “gigante de Dios”.

“Si Dios fuera vuestro padre, me amaríais, porque yo salí de Dios, y aquí estoy. Pues no he venido por mi cuenta, sino que él me envió”. Este es el reto: amar a Cristo en cada una de las circunstancias de nuestra vida. Descubrir que tras Él no hay sólo el ejemplo de un “buen hombre”, sino que es el Camino, la Verdad y la Vida en todos los poros de nuestro ser. Así nos lo dio a conocer Juan Pablo II, y así se lo agradecemosTambién nos enseñó que el amor a la Virgen María había de pasar por el “Totus tuus”: Todo tuyo, Madre mía y Madre de la Iglesia, y de tu mano al encuentro con tu Hijo, nuestro Dios y Señor.