Isaías 42, 1-7; Sal 26, 1. 2. 3. 13-14 ; san Juan 12,1-11

A lo largo de la Historia, nunca nos han faltado idiotas que interpretasen torcidamente la relación entre Jesús y María Magdalena. Desde el griego Celso hasta las impertinencias cinematográficas de «Jesucristo Superstar» o «La última tentación de Cristo», nuestra civilización, tan aficionada al «morbo comercial», ha pretendido, de cuando en cuando, que la santa de Magdala devolviera su tributo a los siete demonios que la poseyeron, para así arrojar un salivazo más sobre la castidad de Nuestro Señor… ¡Cuánto les hubiera gustado, a algunos «periodistas», que los evangelios incluyesen algún abrazo sospechoso, «a lo David»! Sin embargo, lo más alto que la curiosidad insana del morboso puede alcanzar, en lo que se refiere a la relación entre Jesús y María, son los pies.
María, mientras Marta se multiplicaba con los quehaceres domésticos, «sentada a los pies del Señor escuchaba su Palabra» (Lc 10, 39). Más tarde, cuando murió su hermano y fue llamada por Jesús, «cayó a sus pies» (Jn 11, 32). El mismo evangelio de Juan nos dice hoy que «le ungió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera»… Un último detalle, para todos aquellos que separan a la hermana de Lázaro de la Magdalena: cuando, llegado el domingo, alcancemos la puerta del sepulcro vacío, San Mateo nos dirá de María Magdalena, asociada por él a María la de Santiago, que «se asieron de sus pies» (Mt 28, 9). Mateo habla en general, de pasada, y como de lejos. Pero el discípulo amado, que se recrea en la escena, nos desvela que fue ese intento de atenazar amorosamente los pies del Salvador el que mereció la misteriosa respuesta: «No me toques» (Jn 20, 17).
Es esa fascinante asociación entre María y los pies del Salvador la clave que nos permite hablar de «enamorarnos de Cristo» sin incurrir en una trasposición grosera, antes bien, llevando el verbo «enamorarse» hasta el límite de la finura. María, postrada a los pies de Cristo y derramando sobre ellos perfume y cabellos, es la expresión más limpia del amor que puede tributar el hombre al Hijo de Dios: en ese maravilloso cuadro, amor y adoración son la misma cosa. He ahí la expresividad de los pies. Perfuma y abraza quien ama; se postra a los pies quien adora… Quien, a un tiempo, ama y adora, perfuma y abraza los pies del Único que merece ser adorado.
He contemplado mucho los pies del Crucifijo. Taladrados por un único clavo y cosidos al Madero, ofrecen el receptáculo más hermoso para un beso. Y, sin embargo ¡
fascinante paradoja!-cuando el hombre se acerca a besarlos, son ellos los que ungen los labios y el alma del cristiano con un manantial de Sangre que lava las culpas y convierte las almas en «buen olor de Cristo» (2Cor 2, 15)… Sí. Cuando el hombre ha querido infamar a Cristo, lo ha rebajado y le ha escupido en el Rostro… Pero, cuando alguno ha querido elevarse para alcanzar al Amado, al final del ascenso, ya de puntillas sobre la cumbre del Calvario, ha tocado, como la Madre de Dios, los pies del Crucifijo… ¡Qué sabia eres, María de Magdala!