Isaías 50,4-9a; Sal 68, 8-10. 21-22. 31 y 33-34; san Mateo 26, 14-25

Sé lo fácil que es «asistir» a los oficios y recorrer el Triduo Pascual como un buen «cristiano practicante»… De acuerdo, más fácil es no estar, y más cómodo aún disfrutar de unas merecidas «vacaciones de primavera». No voy a quitar mérito a quien, pudiendo emplear su tiempo en actividades más «agradables» -como una buena partida de cartas o un saludable paseo-se encierra en la iglesia durante una hora para «asistir» a los oficios… Pero -repito-sé lo fácil que es «asistir» y escuchar, como se asiste a una representación teatral cuyo argumento de sobra conocemos. Por eso creo que, a lo largo del Triduo, debemos estar alerta frente al peligro de que nuestros presbiterios se conviertan en «escenarios», nuestras asambleas en «público», y nuestros templos en taquillas expendedoras de tickets de «cumplimiento pascual». La gran tentación del cristiano consiste en «asistir» a la Pasión de Cristo «desde fuera», desde un cómodo patio de butacas en el que uno es incluso capaz, si el sacerdote habla con el fervor suficiente, de derramar una lágrima del mismo color que las que se derraman ante la proyección de «Una mente maravillosa». Con todo, no nos engañemos: jamás podremos superar a Holliwood con todos sus efectos especiales. Al burgués de nuestros días le ha arrancado muchas más lágrimas Spielberg que San Mateo.
Lo difícil es recoger del suelo el guión, hacer frente al papel que uno ha desempeñado en el drama de la Pasión y situarse en ella de modo que los esputos alcancen el rostro, los latigazos salpiquen de sangre la corbata, y los gritos de «¡Crucifícalo!» atruenen los tímpanos. Yo nada tengo que ver con Russell Crowe, y la historia narrada en «La lista de Schindler» sucedió a miles de kilómetros de mi casa… Pero cuando Jesús fue crucificado, yo estaba allí. Y no era un «extra», contratado a voleo y mezclado entre la turbamulta. Yo traicioné y crucifiqué a Cristo. El relato de la Pasión no es el recuerdo de un acontecimiento pasado, ni la puesta en escena de una historia conmovedora: es la urgente invitación a abrir los ojos y a hacerme cargo de la verdad de mi propia vida… Eso es lo difícil.
«Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar». Escuchar estas palabras es fácil. Lo difícil es, acto seguido, levantarse, mirar a los ojos tristes de Jesús y preguntar: «¿Soy yo acaso, Señor?». Y más difícil aún es no retirarse y escuchar la respuesta mientras uno está en la fila del comulgatorio: «El que ha mojado en la misma fuente que yo, ése me va a entregar». Sí. Es difícil pensar que uno mismo podría ser el traidor. Y más aún lo es, después de haber comulgado, volver a preguntar «¿Soy yo acaso, Maestro?» y escuchar «Tú lo has dicho»… Y todo ello habiendo comulgado en gracia de Dios.
Yo no quiero derramar dulces lágrimas «de cine». Quiero verter lágrimas de fuego que me hagan renunciar a mi pecado para siempre. Quiero empapar de contrición el manto de María y llorar, como Pedro, amargamente mis traiciones. Para eso, no basta hacer lo fácil. Es hora de abrir los ojos y afrontar «lo difícil».