Hechos de los apóstoles 2, 36-41; Sal 32, 4-5.18-19.20 y 22; san Juan 20, 11-18

Hace unos días había huelga de los conductores del Metro de Madrid. Durante las horas en que había servicios mínimos los andenes se llenaban hasta la bandera. Cuando llegaba el esperado ferrocarril solía llegar ya lleno de gente que tenía la estúpida costumbre de no bajarse, con lo cual, como si de Tokio se tratase, había que hacerse un hueco entre el sobaquillo de un joven, el bolso de una viejecilla y el maletín de un empresario. No era cómodo pero al menos avanzabas. Algunos no conseguían entrar y se desesperaban, esperando el milagro de que algún tren llegara vacío, pero eso no ocurría. Y es que los vagones del Metro tienen una capacidad limitada y poco mueve a compasión, cuando estás mas apretado que piojos en costura, que alguien se ponga a llorar en el andén por no haber podido entrar en el vagón.
“Porque la promesa vale para vosotros y para vuestros hijos y, además, para todos los que llame el Señor.” En la Iglesia y en la Misericordia de Dios no hay servicios mínimos, ni el espacio es limitado. Algunos viven la fe tan oprimidos y se sienten tan agobiados que les gustaría que no entrase nadie más, pero gracias a Dios eso no depende de ellos. La Iglesia no es ese “espacio” de tranvía hacia el cielo que he conseguido poniéndome a empujar a unos, a pisar a otros y, si es posible, convenciendo a otros para que se bajen. No, en la Iglesia hay sitio y espacio para todos, y bien amplio. Habrá quienes se queden llorando en el andén, como María Magdalena al lado del sepulcro, sin darse cuenta -por mucho que se lo digan los ángeles o el mismo Jesús-, de que tiene espacio en la Iglesia. Otros, más espabilados, que no quieren escapar de esta “generación perversa” se quedarán en la cama pensando justificarse, ante el jefe o el director del instituto, diciendo que el metro iba demasiado lleno y no pudieron subir. Son los que ni siquiera quieren conocer la Iglesia, se quieren creer las malas noticias y la pésima información que recaban por ahí y, encerrados en sus prejuicios, no se mueven de su comodidad. La verdad es que estos no llegan a ninguna parte y, aunque hoy presuman de lo listos que han sido, saben que no pueden pasarse la eternidad en la cama.
“¿Qué tenemos que hacer hermanos? Convertíos y bautizaos todos en nombre de Jesucristo para que se os perdonen vuestros pecados, y recibiréis el Espíritu Santo.” En la Pascua descubrimos que en la Iglesia caben todos los que quieran entrar. Ciertamente quien se queda en la cama y no quiere ni acercarse, o quien se queda llorando en el andén, no será capaz de entrar y descubrir lo bien que se está, se quedará anclado en sus prejuicios. Pero si estamos dispuestos a convertirnos, a abandonar nuestra antigua vida de pecado, a dejar atrás nuestro orgullo, nuestra soberbia y nuestro hombre viejo, entonces podremos entrar pues hay un sitio para nosotros.
María Magdalena, cuando escucha que el Señor la llama por su nombre, olvida su desesperación y va a anunciar lo que Jesús le ha dicho. A ti y a mí el Señor también nos llama por nuestro nombre en esta Pascua: tenemos sitio reservado para este viaje divino que es la vida.
La Virgen nos ayuda a descubrir lo grande que es la Iglesia, si nos agarramos a ella jamás pensaremos que no tenemos sitio.