Hechos de los apóstoles 3,11-26; Sal 8, 2a y 5.6-7.8-9; san Lucas 24, 35-48

Menuda la armé cuando, pocos días antes de la Navidad de hace un año, en el transcurso de la misa que celebraba para los niños les anuncié que Jesús nacería en sus corazones… Aún no hace unos meses que la mamá de uno de aquellos chiquillos me comunicó que José-María, de cuatro años, se negaba a rezar por las noches desde el día de Navidad. Por la mañana, el niño llamó a su madre: «Mamá, ¿dónde está Jesús?». Comenzó a desnudarse y señaló su pecho: «Aquí no está. Don Fernando dijo que nacería aquí, en el corazón… Pero aquí no hay nada». Comprobó cada parte de su cuerpo, señaló su ombligo preguntando si saldría por allí el Niño, y, cuando su madre intentó explicarle el significado de aquellas palabras, José-María se negó a entenderlas. Lloraba desconsoladamente. A partir de entonces se negó a rezar. Para colmo, cuando, el miércoles de ceniza, el sacerdote le dijo «polvo eres y al polvo volverás» el chiquillo agarró otra llantina de campeonato, empeñado en que él no quería convertirse en polvo… ¡Pufffffffffff! ¡Vaya lío! Y, sin embargo… ¡Qué bien lo entiendo! Aunque soy mayor y he aprendido a tragarme las lágrimas, yo soy como José-María. Necesito ver, tocar, acariciar, besar, y me resisto, por encima de todas las cosas, a dejar de ver, de tocar, de acariciar o de besar.
Los «espiritualismos» han sido siempre la sublimación de una falta de fe. Elevamos el evangelio hasta los límites de lo intangible, y nos ahorramos el vértigo de creer que podremos tocar a Dios. Por duro que pueda parecer, la resurrección corporal del Cristo es un hecho tan maravilloso que preferimos no aceptarlo -por si acaso-. Es más sencillo creer en la muerte, en las guerras, y en los terremotos. Para evitar el riesgo de creer en un cuerpo resucitado, a lo largo de la Historia nunca han faltado herejes capaces de sublimar la resurrección de Jesús hasta privarla de todo contenido histórico o corporal. Como los apóstoles, también nosotros hemos preferido creer en un fantasma. Pero las palabras que hoy brotan de los labios del Señor siguen siendo la mejor noticia para aquellos hombres, para José-María, y para mí: «Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo»… «Palpadme»… «Veis»… Es cierto, José-María: a Jesús se le ve y se le palpa, aunque, ay, todavía no. No tengas miedo. Hoy Jesús te promete que, si no te separas de Él, si vuelves a rezar tus oraciones y sigues llorando tu hambre, ese regreso al polvo al que tanto temes no será el final. Como Él, también tú y yo nos levantaremos y, entonces sí, tocaremos a Jesús sin necesidad de rebuscarnos en el ombligo. Nadie, durante tu vida, podrá darte una noticia mejor que la que el Señor nos da hoy a ti y a mí.
En cuanto a mi conversación con aquella mujer, finalmente depuse las armas y le dije lo mismo que me digo a mí todos los días: «tu hijo tiene razón. Dile que Jesús está jugando al escondite… Pero aparecerá». Bien lo sabe María, ante quien Jesús ya no se esconde. Ella nos lo mostrará, de carne y hueso. Por cierto, a ese niño lo bauticé yo.