Hechos de los apóstoles 4,13-21; Sal 117,1 y 14-15. 16-18. 19-21; san Marcos 16, 9-15

Desde el primer día de Pascua, el estribillo del Cántico Nuevo se repite de forma
obsesiva: «¡He visto al Señor!». Lo grita María, lo gritan los de Emaús, y gritarán los
apóstoles al incrédulo Tomás: «¡Hemos visto al Señor!». Abrimos hoy la Escritura, y
unos hombres sencillos se enfrentan con la muerte y le espetan en el rostro: «Nosotros
no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído». Y, en el denso final del
Evangelio de Marcos, hallamos el eco del mensaje de la Magdalena: «que estaba vivo y
que lo había visto», unido al reproche de Jesús «porque no habían creído a los que le
habían visto resucitado»…
Si yo presumiera de virtudes sería un idiota: no porque no las tenga, sino porque las
que tengo no son mías. Mis virtudes están llenas de Sangre, y son el resultado del
esfuerzo amoroso de Cristo que ha logrado, al fin, abrirse paso a través de los montes…
Lo único que yo he obtenido con mi esfuerzo son mis pecados, y abomino de ellos
como de la peste; sólo los necios presumen de sus faltas. Ni mis virtudes ni mis pecados
interesan a nadie más que Dios y a mí (¡A Dios más que a mí, porque sólo Él conoce en
su profundidad ambos abismos!). Sin embargo, no tengo el menor reparo en gritar a los
cuatro vientos: «¡He visto al Señor!». Lo grito desde el ambón, lo grito en voz baja
desde el confesonario, lo grito en esta red de redes, y, si pudiera, lo gritaría desde la
cima del monte más alto o desde la Luna. No puedo ni quiero callarme, porque, si me
callo, reviento. No he visto al Señor como lo vio la Magdalena; mis ojos están
hambrientos desde que nací. Pero lo he visto actuando en mi vida; lo he visto haciendo
milagros en las almas y los cuerpos; lo he visto moviendo montañas… ¿De qué voy a
hablar? No quisiera en mi vida hablar de otra cosa.
Sé que muchos tienen por soberbia el empleo del «yo», y prefieren proclamar lo que
ya está escrito sin involucrarse… Yo no tengo la frialdad suficiente. Podría hablar así de
otras materias; las estudiaría a fondo y transmitiría lo aprendido con la distancia
debida… Sin embargo, el Evangelio no soy capaz de recitarlo, porque a las dos palabras
me encuentro con el grito en el cuello y las lágrimas en los ojos. No me predico a mí
mismo, y si algún necio ha pretendido seguirme a mí me lo he quitado de encima a
manotazos… Pero Cristo está vivo en mi vida, y no soy capaz de predicar con la frialdad
con que un hombre de Estado lee el discurso que otro ha escrito para él. ¡He visto al
Señor, y lo amo con toda mi alma! No tengo otra palabra que decir al mundo, como no
la tenía Pablo, quien narra su conversión por tres veces a lo largo del Nuevo
Testamento… Ahora bien, si después de veinte siglos el nombre de Jesús es capaz de
abrasar corazones como el mío y el vuestro… ¿Qué mejor prueba queréis de que Jesús
está vivo? En cuanto a quienes borran cautelosamente el «yo» por humildad, ahí sigue,
como única respuesta, el Magnificat de María: «¡El Poderoso ha hecho obras grandes
por mí! ¡Me felicitarán todas las generaciones!»… ¿Es que se puede predicar de otra
manera?