Hechos de los apóstoles 4, 32-35; Sal 117, 2-4. 16ab-18. 22-24; san Juan 5, 1-6; san Juan 20, 19-31

Me he preguntado muchas veces el por qué de las llagas en el Cuerpo del
Resucitado. Al fin y al cabo, siendo esas heridas un signo de muerte, Jesús podría
haberse deshecho de ellas al resucitar con la misma soltura con que un hombre que ha
caído al suelo se sacude el polvo al levantarse. Y, sin embargo, no sólo quiso conservar
aquellas llagas, sino que las mostró, después de su victoria, con el mismo orgullo con
que un soldado muestra sus condecoraciones.
He contemplado en silencio esas heridas durante horas. Nosotros miramos a Jesús
desde la otra orilla, y esa orilla a la que aún nos atan las amarras de la vida presente se
llama «sufrimiento». La victoria de Cristo no ha librado al hombre del zarpazo cruel del
dolor sobre la tierra, sino que ha abierto para él, a través del dolor mismo, la puerta
estrecha de ese lugar donde pecado, sufrimiento y muerte serán definitivamente
vencidos. Pero, entre tanto, nuestra mirada hambrienta hacia el Resucitado es la mirada
de unos pobres que viven de esperanza, y gritan porque sufren, pecan y mueren. En esta
misma orilla ha quedado el embarcadero desde el que zarpó Jesús, y, ay, cómo ha
quedado: llora Jerusalén, llora Belén, llora Ramala… Ramala es Ramá: «Un llanto se
oye en Ramá, mucho llanto y lamento. Es Raquel, que llora a sus hijos» (Jer 31, 15).
Sumidos en ese mismo llanto, nos ha pedido Juan Pablo II que oremos hoy por la paz en
Tierra Santa. Y esa oración de Juan Pablo II y nuestra, que se dirige a Jesús Resucitado,
se eleva, una vez más, desde la orilla llamada «sufrimiento»… ¡Cómo nos consuelan,
entonces, esas cinco benditas llagas! Ellas son el grito de Jesús triunfante, que nos dice
que no ha olvidado el dolor de los hombres. Quizá por este motivo, ha sido la llaga del
Costado, aquella herida que exploraron los incrédulos dedos de Tomás, la que siempre
ha captado mi atención.
Si un día yo consiguiera escalar hasta lo alto de la Cruz, alcanzada la llaga del
Costado no querría subir más arriba. Me introduciría en ella, me volvería ermitaño, y
allí tendría mi gruta… Esa llaga es una divina paradoja: Jesús Resucitado tiene el
Corazón roto. Pero ¡qué digo «roto»! ¡Eso no se dice de un Resucitado! Jesús
Resucitado tiene el Corazón abierto: como un manantial, a través de tan sagrada
abertura se derrama incesantemente la misericordia divina sobre el pecado de los
hombres pasando a través de las manos del sacerdote: «a quienes les perdonéis los
pecados, les quedan perdonados»… ¿Sería esto posible sin la llaga del Costado? Como
una puerta, a través de esa herida alcanzamos el Corazón de Cristo, conocemos sus
sentimientos, y habitamos en Él… ¿Sería esto posible sin la llaga del Costado? Como un
torrente inagotable, de esa cascada de Amor brota la misericordia y el cariño para todos
los hombres, y su agua jamás se agota… ¿Sabría yo, Jesús, que Tú me amas sin la llaga
del Costado? Y, así, gracias a que María tiene en el Cielo un Hijo abierto, tiene también
en la tierra millones de hijos que hemos nacido a la Vida cruzando la muy necesaria
llaga del Costado.