san Pedro 5, 5b-14; Sal 88, 2-3. 6-7. 16-17; san Marcos 16, 15-20

Muy poquitas cosas sabemos acerca San Marcos, y unas cuantas las sospechamos. Sospechamos que se trata de ese misterioso personaje, del que sólo por su evangelio tenemos noticia, quien, cubierto de una sabana, salió corriendo tras Jesús la noche de Getsemaní, mientras lo llevaban preso. Los soldados quisieron prenderlo, pero él, soltando la sábana, escapó desnudo (Cf. Mc 14, 51-52). Quizá se trataba de un miembro de la familia propietaria del Huerto de los Olivos. También sospechamos que se trata del «Marcos» a quien Pedro hace referencia en su primera carta, y quien llama su «hijo». Esta sospecha es más fundada, porque el segundo evangelio, que fue el primero en escribirse, parece ser un fruto de la predicación del Príncipe de los apóstoles. Junto a estas dos sospechas, expondré dos certezas que se me antojan llenas de luz:
En primer lugar, sabemos a ciencia cierta que, sin apenas dar a conocer nada de sí mismo, nos ha hecho conocer todo de Cristo. Sin él desconoceríamos que los parientes de Jesús, ya durante su vida pública, quisieron retirarlo de la circulación alegando que estaba enajenado; que fueron tres las veces que cantó el gallo frente a las dos negaciones de Pedro; que Jesús, agonizando el el Huerto, llamó a su Padre «Abbá»; que, antes de ascender a los Cielos, Jesús dio a sus discípulos poder para realizar signos milagrosos… Ojalá pudieran decir, cuantos se cruzaran nuestro camino, que han sabido muy poco de nosotros y mucho de Jesús. Ojalá, como San marcos, supiéramos ocultarnos para que sólo Jesús brillase.
En segundo lugar, sabemos a ciencia cierta que la llamada de Dios hacia San Marcos lo convirtió en evangelista, es decir, en pregonero de la «Buena Noticia». Y desde estas pobres líneas le pido a Dios, para todos los cristianos, el mismo carisma: el apostolado no consiste en amargar la vida de los demás recordándoles sus faltas, ni en aburrir a los hombres con consejos que nadie nos ha pedido, ni en «dar la lata» a los amigos una y otra vez hasta que, por cansancio, cedan y nos acompañen a la Iglesia. A esos no los llamo yo apóstoles, sino «plastas con escapulario». El verdadero apostolado es «evangelio», Buena Noticia, y consiste en anunciar, a tantos hombres tristes y cansados, que Dios les ama, que Jesús ha muerto por ellos, que sus pecados están perdonados, y que están invitados al Banquete del Reino de los Cielos. Nuestras vidas deben ser, en medio del mundo, una invitación a la alegría. Entonces seremos, como San Marcos, evangelistas. Que la Reina de los Apóstoles, la Autora del Magnificat, nos conceda ser la pacífica sonrisa del mundo.