Corintios 2, l-l0; Sal 118, 99-100. 101-102. 103-104; san Mateo 5, 13-16

«Hablamos, entre los perfectos, una sabiduría que no es de este mundo ni de los príncipes de este mundo»… Se ha puesto de moda hablar de los obispos. Tan traídos y tan llevados andan, que apenas hay una mañana en que la prensa no adorne su pastel con la guinda de algún solideo. No es mal día éste, en que la Iglesia española celebra a San Isidoro, para que lancemos un sonoro «mentís» contra quienes quisieran convertir a los príncipes de la Iglesia en «príncipes de este mundo», y los juzgan conforme a la sabiduría de lo «políticamente correcto». Ayer, el diario «El Mundo» titulaba: «Tolerancia cero para los curas»… El término «tolerancia cero» (eufemismo de la tontiprogresía para no decir «intolerancia») es político y, además, cursi. Como sigamos mezclando reglas de juegos diferentes, el «Marca» acabará por exigir a los prelados que saquen la tarjeta roja a los curas que hayan cometido penalty y lo consignen en el acta arbitral… El siguiente paso sería sustituir el tratamiento de «monseñor» por el del «míster»… No bromeo. No hace mucho que Jesús Gil se dirigió al Papa llamándole «Majestad».
Los obispos no son políticos. Son pastores. Y quienes entienden de política deberían estudiar algo de teología y rezar un par de centenares de horas antes de pedirles comportamientos «políticamente correctos». A los políticos los juzgan la prensa y los electores. A los obispos los juzga el Buen Pastor, y los juicios de este mundo ya los han dado por perdidos en el pretorio de Pilato. No son superhombres. No han conseguido su puesto compitiendo en ninguna oposición. Son cristianos pecadores, cuyas espaldas han sido bendecidas por el Espíritu con la pesada carga de la Cruz convertida en cayado de pastor. Pero, claro, para entender esto es necesario conocer las reglas de este «otro juego» en el que tan pocos quieren tomar parte. Juzgan al pastor conforme a la sabiduría del político, y no tienen deseo de conocer esa otra Sabiduría, la única por la que serán juzgados: «Ninguno de los príncipes de este mundo la ha conocido».
Durante el siglo VI, San Isidoro pastoreó la diócesis de Sevilla a lo largo de cuarenta años. Fueron cuarenta años de enseñanza, gastados por entero en instruir a sus ovejas y cuidar a sus sacerdotes. Y cuando, reventado de amor por su grey, exhalaba su último aliento, ante sus hermanos gritó: «Perdonadme todas las faltas que he cometido contra vosotros». Después elevó sus manos al cielo, y oró: «¡Indulgencia! ¡Indulgencia!»… Mientras decía estas palabras, murió. Y, aunque aquel grito no iba dirigido a Pedro J., de haber estado allí algún amante de la sabiduría de este mundo, habría titulado: «Tolerancia 9 para el prelado Isidoro».
Yo no sé nada de política. Yo sólo sé rezar y hablar de Dios. Y en oración suplicaré hoy, a San Isidoro y a la Madre de la Iglesia, que nos conceda a los cristianos amar con toda el alma a nuestros pastores, y nos libre de la tentación de juzgarlos. En el Cielo está el Pastor que habrá de juzgarnos a todos con Sabiduría… Y con Misericordia.