Hechos de los apóstoles 3, 13-15.17-19; Sal 4,2. 7.9 ; san Juan 2, 1-5; san Lucas 24, 35-48

La segunda lectura de este domingo es muy consoladora. Dice san Juan que si alguno peca Jesús sigue intercediendo por nosotros ante el Padre. Los teólogos han discutido si se puede decir que Jesús sigue rezando ante el Padre o si, simplemente, le muestra su humanidad y las heridas gloriosas de su pasión. Pero un gran autor católico, Reginald Garrigou-Lagrange señala que Jesús verdaderamente intercede. Y de esa manera sigue expresando su amor por todos nosotros. Aunque la obra de la Redención ya se ha realizado, queda aplicar los frutos de la misma. Y, como dice san Juan, Jesús no es indiferente a la vida de los cristianos. Por eso escribe Garrigou: “¡Qué consuelo pensar que Cristo, siempre vivo, no cesa de interceder por nosotros, que esta oración y esta oblación es como el alma del santo sacrificio de la Misa, y que a ella podemos siempre unir la nuestra!”.

Se hace difícil pensar de otra manera por cuanto Jesús se ha unido, por la Encarnación, para siempre con el hombre. Su humanidad no fue un mero uniforme de trabajo necesario para realizar la salvación. No, es su humanidad, la que recibió en el seno de la Virgen, con la que caminó por Palestina y se relacionó con la gente y la que, finalmente, recibió los golpes de la pasión y fue atravesada por los clavos y la lanza en la cruz.. Y está con ella en el cielo para siempre. Por eso parece lógico que continúe intercediendo por el hombre. De hecho Jesús les anuncia a sus apóstoles que les enviará otro intercesor. Dice otro, porque el primer intercesor es Él.

San Juan, al mismo tiempo, denomina a Jesús: “el Justo”. El que no ha cometido ningún pecado ha servido de propiciación por todos. La intercesión de Jesús no es meramente imprecativa, sino que es la víctima que se ha ofrecido por los pecados, como dice Juan, no sólo nuestros sino de todos los hombres. En Él está la salvación de todos los hombres. Es algo maravilloso. No sólo carga con nuestras culpas y paga por ellas sino que sigue intercediendo a favor nuestro. Es amor sobre amor, sin medida que lo limite.

Conocer ese amor es la meta de nuestra vida. La vida eterna consistirá en gustarlo sin medida y para siempre. Por ello el apóstol Juan nos señala también que conocer a Jesús conlleva cumplir sus mandamientos. Porque, no se puede conocer de verdad a Jesús y, al mismo tiempo, no intentar corresponder a su amor.

El discurso de Pedro, que reproduce la primera lectura, nos indica también que nunca es tarde para iniciarse en ese amor. Con un lenguaje impregnado de misericordia divina dice: “arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados”. Y lo dice después de recordar las palabras de Cristo en la Cruz: “Rechazasteis al santo… Sin embargo, hermanos, sé que lo hicisteis por ignorancia y vuestras autoridades lo mismo.” No hay nada de rencor en esas palabras, ni de juicio. Sólo una invitación a conocer el amor de Dios y a iniciar una relación de amistad con Él.

Ciertamente cuanto más nos introducimos en la contemplación del misterio de Dios más sorprendidos quedamos por esa misericordia que no tiene límite. Dios no sólo nos ama, sino que es el mismo Amor.