Hechos de los apóstoles 8, 26-40; Sal 65, 8-9. 16-17. 20; san Juan 6,44-51

San Agustín decía que la oración es como la respiración del alma y la Eucaristía su alimento. El cristiano que no se alimenta de la Eucaristía desfallece, se encuentra sin fuerzas para sacar adelante su vida y, muy probablemente, muere. Puede parecer misterioso, pero el mismo Jesús dice: “Yo soy el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera”. Y dice también: “Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”. La Iglesia denomina a la comunión que reciben los moribundos Viático. Con esa palabra indica el sustento necesario para el camino que, si Dios quiere, tiene el cielo como meta.

Cada persona se alimenta según lo que necesita. Vivimos en un mundo que está muy atento a la salud. Cada día es más horrible comer con según quién porque te recuerda continuamente si aquello engorda o no, que si el colesterol o el azúcar. Y si es especialmente avezado te cuenta el tema de las vitaminas. Igualmente hoy como nunca se ocupan de la nutrición de los niños y los bebés, desde que nacen, tienen regulado lo que deben comer y cuándo. Forma parte de los conocimientos que se van adquiriendo sobre la vida humana y su correcto desarrollo. Lo mismo sucede con los deportistas. Se buscan alimentos energéticos adecuados a la competición.

Pues bien, la Iglesia también tiene conciencia de lo que necesita el cristiano para salir adelante. Lo ha dicho el mismo Jesús, pero además lo hemos comprobado durante siglos y, es probable, que más de uno lo sepa por experiencia propia. Sin la Eucaristía no somos nada. Esa conciencia ha crecido en los últimos años. San Pío X adelantó la edad de la Primera Comunión a la edad de la discreción. Es decir cuando un niño distingue el pan común del consagrado y discierne entre el bien y el mal. Igualmente acabó con la costumbre de comulgar pocas veces. Aquella práctica fomentaba el respeto, pero impedía a los fieles acercarse al gran don que Jesús hace de sí mismo.

Cuando celebro la Misa, sobre todo si estoy cansado, me gusta recordar a los mártires ingleses. Después del cisma de Enrique VIII, se prohibió el culto católico. Celebrar la Misa se consideraba alta traición y estaba penado con una muerte horrible precedida de terribles torturas. Sin embargo no faltaban jóvenes que se iban a formar al extranjero y regresaban a su país para no dejarlo sin el alimento de Cristo. Sabían que entonces, quizás más que nunca, era necesario para que sus compatriotas pudieran mantenerse firmes y no perdieran la fe.

En el siglo XVII en Francia se desarrolló una herejía muy sofisticada conocida como jansenismo. Sus defensores eran cultos y tenían la idea de un Dios lejano y justiciero. San Vicente de Paúl, que era un hombre de acción y más bien poco intelectual, en seguida se dio cuenta de que aquello tenía que ser mentira. Lo constató porque la gente dejaba de comulgar. Aquella herejía fomentaba los escrúpulos innecesarios y hacía que todos se sintieran indignos de acercarse a la mesa del Señor. Ciertamente se requiere estar en gracia de Dios para comulgar. Eso es evidente. Quien no lo esté que se confiese antes. Pero también es cierto que si Jesús se queda como alimento es porque nosotros lo necesitamos y por ello es bueno recibirlo con frecuencia.

Que María, que alimentó a Jesús durante los primeros años de su vida, nos enseñe a reconocer el alimento que Dios nos da y a saber recibirlo dignamente.