Hechos de los apóstoles 13, 26-33; Sal 2, 6-7. 8-9. 10-11; san Juan 14, 1-6

En algunos países, como los EE.UU., cuando nace un niño sus padres empiezan a ahorrar pensando en su futuro. Para que su hijo pueda tener unos buenos estudios empiezan a ahorrar porque la universidad es muy cara. De forma parecida todos tenemos experiencia de haber preparado la llegada de alguien, sobretodo si es muy esperada. A mí no deja de sorprenderme, cuando viajo a Madrid, encontrarme una habitación en casa de mi amigo Juan Pedro y que, previamente, fue preparada por su madre. De esta realidad que conocemos a nivel humano nos habla el Evangelio de hoy, pero en la perspectiva de la eternidad. Dice Jesús: “En casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así, ¿os habría dicho que voy a prepararos un sitio?”

Jesús ha subido al cielo con su humanidad resucitada, y así nos ha abierto un camino. Ha subido a prepararnos un lugar. Es algo magnífico. Hay alguien que nos espera más allá de esta vida. Viktor Frankl, un psiquiatra que estuvo en un campo de concentración y narró la experiencia de los prisioneros, explicaba que una de las cosas peores era, después de haber pasado por aquel infierno, que no hubiera nadie esperando. Es más, el ayudaba a los que perdían la esperanza y tenían el peligro de abandonarse, a seguir con ganas de vivir, pensando en los seres querido que seguían más allá de las alambradas.

Desde toda la eternidad Dios ha pensado en cada uno de nosotros y nos ha imaginado a su lado. Por eso en la casa del Padre hay muchas estancias, y en ellas está escrito nuestro nombre. Igual que los padres preparan la habitación para el niño que ha de nacer y la decoran pensando en él, hace Dios con nosotros. Lo hace pensando en nuestra Felicidad, que es vivir a su lado. Pero ese lugar sería inaccesible para todos nosotros si Dios mismo no nos hubiera facilitado la manera de llegar. Por eso dice Jesús, respondiendo a la pregunta de Tomás: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida”. Jesús es camino y término de la vida del hombre. La vida eterna, que se nos promete, ya nos es ofrecida en el mismo Jesús. En la medida que nos unimos a Él por la fe y los sacramentos, vamos acercándonos al término feliz de la existencia. Por eso se habla del camino de la vida cristiana, o del camino de la fe. Esta imagen aparece en la Sagrada Escritura y goza de gran predicamento en la tradición de la Iglesia, también en nuestro tiempo. A los primeros cristianos los denominaban “seguidores del camino”, y en la actualidad realidades eclesiales relevantes, como el Camino Neocatecumenal, o la obra más divulgada de san Josemaría Escrivá, “Camino”, recurren al término.

Por tanto, no sólo Dios nos espera sino que, en un amor extremo viene Él mismo a buscarnos. El que es el camino es también la vida. Caminando en Él y con Él se va haciendo presente la realidad futura con que Dios quiere saciarnos.

La Virgen María ya recorrió ese itinerario y ahora está Asunta en cuerpo y alma en el cielo. Que ella nos proteja en nuestro peregrinar terrestre y sea para nosotros puerta de entrada en el cielo.