Hechos de los apóstoles 9, 26-31; Sal 21, 26b-27. 28 y 30. 31-32; san Juan 3,18-24; san Juan 15, 1-8

En la Ley de Moisés estaba escrito: «amarás a tu prójimo como a ti mismo».
Cualquiera que haya intentado cumplir este mandato se ha dado cuenta hasta qué punto
es difícil ponerlo por obra. Basta recordar cuántas veces decimos de los demás lo que
nos repugnaría escuchar acerca de nosotros mismos; cuántas veces prestamos a los otros
menos atención que la que exigimos que nos presten; cuántas veces tratamos a nuestros
hermanos de un modo que nos haría sublevarnos si se emplease con nosotros; cuántas
veces medimos con distinto rasero las necesidades propias y las ajenas… Podríamos
estar toda la vida luchando para cumplir este precepto, y quizá moriríamos sin haberlo
llevado a cabo.
Por eso, la proclamación del mandamiento nuevo debería ponernos en un atolladero,
de no ser porque el evangelio ha dejado de sorprendernos. «Como yo os he amado,
amaos también entre vosotros». Estas palabras desbordan el antiguo «como a ti mismo»,
y lo hacen saltar en pedazos. Porque Jesús me ha amado a mí hasta el punto de
despreciar su propia vida por mi salvación; me ha amado de una forma incondicional,
aún siendo yo pecador y -peor aún- mientras con mis culpas lo clavaba en una Cruz; me
ha amado hasta morir por mí. Si las palabras de este «mandato nuevo» tienen el mismo
carácter imperativo que las del antiguo «como a ti mismo», yo, que he sido incapaz de
cumplir siquiera el «mandato antiguo», debería retirarme desolado ante una carga que no
puedo soportar, y reconocer mi incapacidad absoluta para el Reino de los Cielos.
Pero supongamos que no es así. Supongamos que el «mandamiento nuevo» no es
una Ley al estilo de la antigua; que no se trata de una exigencia imperativa, sino de una
buena noticia. Supongamos que Jesús Resucitado se presenta hoy ante mí y me dice:
«Ya has visto hasta qué punto tu corazón es incapaz de amar; ya has descubierto las
limitaciones que el pecado ha dejado grabadas en tu alma, y que te impiden caminar
según mis preceptos. Hoy derramo sobre ti mi Espíritu, y te concedo amar con mi
propio Corazón, omnipotente y misericordioso. Y si tu corazón mezquino estaba
incapacitado para el verdadero amor, hoy te ofrezco el mío, para que desde Él entregues
tu vida por cada hermano de forma incondicional… ¿Aceptas mi regalo, recibes mi
Espíritu? ¿Quieres vivir en gracia de Dios para que sea Yo quien ame desde ti?».
Supongamos que hoy no se nos impone una carga, sino que se nos ofrece un Don.
Escucha, con oídos nuevos, el mandamiento nuevo: «Como yo os he amado, amaos
también entre vosotros»… ¿Aceptas el regalo? ¿Quieres recibir el Don que haga posible
en ti el milagro? Pues ya sabes: ¡A rezar! ¡A frecuentar los sacramentos, que son las
fuentes de la gracia!… ¡Y a amar, de un modo nuevo, que es de la Santísima Virgen, a
todos sin excepción! Te llenarás de paz. Y la caridad no será, para ti, una pesada carga,
sino una posibilidad gozosa.