Hechos de los apóstoles 1, 1-11; Sal 46, 2-3. 6-7. 8-9; san Pablo a los Efesios 1, 17-23; san Marcos 16,15-20

Debería estar contento… Muy contento. Han sido siglos y siglos de condena, desde
el primer pecado hasta mi última deslealtad. El Cielo lo cerramos los hombres de un
portazo, y volvimos nuestros rostros hacia dioses de barro, que mueren, para morir con
ellos y con ellos condenarnos. Hoy, después de que el Hijo de Dios se entregara por mí
y saliera triunfante del sepulcro, el querubín ha depuesto su espada de fuego, y las
seculares puertas solemnemente se han abierto, derramando un torrente de luz.
Flanqueando su paso los ángeles, ha ascendido Jesús a los cielos como el primero de los
hombres. No es un fugitivo que se escapa de este mundo de muerte; ni una sombra que
huye al caer la tarde. Es la Cabeza de un enorme, inmenso cuerpo de bebé, que
abandona las tinieblas de este claustro, inaugurando un parto doloroso y finalmente
feliz. Y, al alcanzar la gloria, al ser sentado a la derecha de su Padre, la Iglesia está
siendo dada a Luz bañada en sangre y envuelta en lágrimas. La Cabeza -Jesús- y el
Cuello -María- gozan ya de la Claridad verdadera, del resplandor que no se apaga. El
resto de cuerpo, y yo entre ellos, aún gemimos mientras seguimos sus pasos, y sentimos
correr por las venas de nuestra alma la savia nueva, la gracia de Dios, la Vida eterna…
Sí; debería estar contento; muy contento, porque hoy he empezado a nacer y pronto veré
la Luz; un trono será mi cuna por los siglos.
Pero, por otra parte… ¿Cómo decirte, Señor, sin parecer ingrato? Te marchaste sin
esperar a que te vieran mis ojos, y aún no te lo he perdonado. ¿Ves? Sabía que iba a
terminar por decir alguna inconveniencia. Por eso te hablaré con las lágrimas de mi
hermano Fray Luis de León: «los antes bienhadados / y los ahora tristes y afligidos / a
tus pechos criados / de ti desposeídos / ¿en dónde posarán ya sus sentidos?». ¿Dónde,
Señor, quieres que ponga mis sentidos, si tus ojos y tu rostro están ocultos? ¿Acaso
quieres que los suspenda en el vacío, que los clave en la Cruz hasta que vuelvas?
Aquellos doce, al menos, tenían una imagen grabada a fuego en su retina; yo no tengo ni
eso. «¿Qué mirarán los ojos / que vieron de tu rostro la hermosura / que nos les sean
enojos? / Quien gustó tu dulzura / ¿qué no tendrá por llanto y amargura?». ¿Y quiénes
no la hemos gustado? ¿Y quiénes hemos nacido ayunos, y ayunos de ti vivimos? ¿No
serán para nosotros las criaturas canos de sirena; no nos gritan ellas, noche y día: «¡ven,
ven y sacia tu sed, porque no hay nada más!»? ¡Cuánto has arriesgado marchándote,
Señor, cuánto has arriesgado! «¡Ay, nube envidiosa! / ¡Cuán rica tú te alejas! / ¡Cuán
pobres y cuán ciegos, ay nos dejas!» ¿Comprendes mi queja? ¿Comprendes que no te
comprenda, y, aunque mi fe diga «sí», mi corazón se rebele?
No sé si estar contento o estar triste. Por eso, y como soy hijo de Dios, abrazaré
ambos tesoros. Compartiré la alegría de María, Reina ya del Cielo, y lloraré las lágrimas
de la Iglesia, la Esposa del Cordero, para que mi herida no se cierre hasta que un beso
selle la llaga.