Hechos de los apóstoles 22-30; 23, 6-11; Sal 15, 1-2 y 5. 7-8. 9-10. 11; san Juan 17, 20-26

… ¡Ya lo creo que me gusta, y mucho! Aunque hace años que no piso una sala de
cine, procuro dedicar algún tiempo de cuando en cuando a disfrutar de alguno de mis
clásicos en vídeo o en DVD. Y, cuando alguna película me gusta de verdad, invito a
algún amigo para compartir con él esos momentos. Es cuando más gozo: al llegar a mis
escenas preferidas, lo miro de reojo a ver si se ríe o llora. Si veo que disfruta tanto como
yo, lo paso doblemente bien. Hay películas que he visto quince o veinte veces con
quince o veinte compañías distintas, por el mero gusto de saborear cómo mis amigos
gozan con lo mismo que yo. Otro tanto me ocurre con la música. Pocas veces me siento
a escucharla si no es conduciendo. Pero si viene alguien a mi casa y me pide que ponga
algo de música country, como vea que le gusta le someto a una sesión de Randy Travis
que lo dejo frito. En esta parroquia donde ahora resido, lo paso en grande porque
lo que más me gusta en este mundo es hablar de Dios. Si cuando estoy disfrutando de lo
lindo con la Palabra en mis labios levanto la cabeza y veo a la gente con cara de
aburrimiento, me corto en seco. Es como si una voz me dijera: «¡Calla, Fernando! ¿No
ves que no les interesa nada eso que a ti tanto te gusta?». Pero aquí, en mi parroquia,
mientras me lo paso en grande hablando de Dios levanto la cabeza y veo a
mis feligreses se lo están pasando tan bien como yo. Entonces me lanzo y
esto se convierte en una fiesta.
Siempre he entendido así estas palabras del Señor: «Padre, éste es mi deseo: que los
que me confiaste estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste,
porque me amabas, antes de la fundación del mundo». Cuando las leo, creo comprender
que la gloria que el Padre le dio es el «juguete» del Hijo, su «película», su único gozo. Y,
después de haber amado a los hombres hasta el extremo y sabiendo que volvía a su
Padre, el deseo más ardiente del Corazón de Cristo era llevarnos con Él para que
disfrutásemos de lo que Él disfruta. Imagino el Cielo, y siento que Jesús me mira de
reojo, como miro yo a mis amigos durante mis sesiones de vídeo, para comprobar que
gozo como Él con la gloria de su Padre. Y, si me ve sonreír, si ve que salto de alegría,
Jesús se reclina en el asiento y saborea mi dicha tanto como la suya… Por eso te he
recodado alguna vez, desde estas páginas, que tienes que aprender a disfrutar de Dios
durante esta vida. Tienes que aprender a pasarlo bien en misa, a gozar orando, a
deleitarte leyendo el evangelio. ¿Cómo si no podrás ser feliz en el Cielo? Si Jesús te
mirase de reojo y te viese aburrido o impaciente, mirando al reloj para ver cuándo
termina (¡Y el cielo no termina!)… ¡Qué disgusto para Jesús, y qué extraño cielo para ti!
¿Será una irreverencia si digo que he imaginado a la Virgen sentada a la derecha de
Jesús y comiendo palomitas con los ojos llenos de lágrimas y la sonrisa en los labios?
¡Qué bien se lo pasan por allí! ¡Y qué bien lo pasamos aquí con las cosas de allí!