Hechos de los apóstoles 2, 1-11; Sal 103, 1ab y 24ac. 29bc-30.31 y 34; san Pablo a los Corintios 12, 3b-7. 12-13; san Juan 20, 19-23

«Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en
una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos»… «Al llegar el día de
Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar»… Así comenzó todo: tras una
puerta cerrada. Aquellos hombres tenían fe, pero la fe estaba encarcelada por el miedo
tras los candados del Cenáculo. Aquellos hombres oraban, pero querían orar tranquilos,
sin que nadie los molestase, y, desde luego, sin molestar a nadie: «el bien no hace ruido,
y el ruido no hace bien».
«Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos»… «De repente, un ruido del cielo,
como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban»… Entonces,
Alguien sopló. Fue primero un soplo suave como un beso, y después un ruido
impetuoso que hacía saltar en pedazos la timidez. Era el mismo soplo, el mismo beso,
con que Dios bendijo a la primera figura de barro que salió de sus manos insuflando en
ella la vida. Aquellos hombres se sintieron vivos y comprendieron que, hasta entonces,
habían estado muertos. Conocieron la gracia, y descubrieron que la gracia es la única
Vida de los hijos de Dios… «Yo ya estoy en gracia. Fui bautizado y estoy libre de
pecado mortal. ¿Para qué necesito al Espíritu Santo, si ya lo tengo?», preguntas. Y te
contesto: lo tienes, sí, pero bien encarcelado. Has encerrado la gracia en las paredes del
alma, y no dejas que se te note. Has amortiguado el ruido de aquel primer Viento, y tu
fe es demasiado silenciosa. Ni te molestan, ni molestas… Estás muerto.
«Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose
encima de cada uno»… Sólo quien ama ha sentido el fuego. Sólo quien vive enamorado
sabe lo que es un pecho que se abrasa. Los corazones fríos y los espíritus «cumplidores»
entienden de matemáticas y de preceptos, pero la matemática y el precepto apagan el
fuego de la pasión. El día de tu Bautismo alguien encendió una vela en el cirio pascual…
¿Qué queda de esa llama? ¿Acaso se abrasa tu pecho en amor por Jesús? ¿Son tus
comuniones ardientes como el encuentro de dos amantes, o frías como el saludo
protocolario de dos desconocidos?… Tú necesitas fuego.
«Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo»… «Se llenaron todos de
Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras»… ¡A la calle! ¡Venga, a la
calle! ¡A llenar el mundo con la Palabra de Dios! ¿Quién te había dicho que «el bien no
hace ruido»? El bien, desde el principio, hizo mucho ruido, y ese ruido hizo mucho bien.
Era un ruido suave y pacífico… Nada que ver con el desordenado alboroto de las
pasiones… Pero un ruido incontenible, gozosamente ensordecedor, porque era el ruido
de la alabanza divina en medio del mundo. ¡Sal de tu cenáculo, rompe esa cobardía
disfrazada de prudencia, y, unido a María, grita con tu vida y con tus labios: «Proclama
mi alma la grandeza del Señor»!… ¡Que te oigan! !Es Pentecostés!