san Pedro 1, 1 7 ; Sal 90, 1 2. 14 15ab. l5c 16 ; san Marcos 12, 1-1

El desconcierto al que estamos sometidos, a causa del ambiente social que nos rodea, nos lleva, en tantas ocasiones, a perder el rumbo del verdadero criterio de las cosas. Ésta sería la clave para aquellos que quieren justificar sus acciones por el mal comportamiento de terceros. La actuación de nuestros políticos, el ejercicio del poder de nuestros superiores, o la falta de comprensión de los que tenemos cerca, son estupendas excusas para que nuestro desánimo o desgana se apodere de nosotros. Pero, ¿dónde se encuentra la responsabilidad personal?, ¿por qué son los otros los culpables, y nosotros permanecemos en una cierta autocompasión permanente? San Pedro, por su parte, nos aconseja algo bien distinto: “Poned todo empeño en añadir a vuestra fe la honradez, a la honradez el criterio, al criterio el dominio propio, al dominio propio la constancia, a la constancia la piedad, a la piedad el cariño fraterno, al cariño fraterno el amor”.

Ayer me encontraba con un grupo de cristianos (de buenos cristianos) que, con motivo de Pentecostés, nos retiramos a rezar y a considerar, en un cierto silencio, la acción del Espíritu Santo en nuestras vidas. Ya, al final del día, nos reunimos para charlar e intercambiar impresiones. Una vez más (¡dichosa vanidad que me acompaña!), me sentía orgulloso de las charlas impartidas viendo el rostro complacido de mis oyentes. Sin embargo, mi sorpresa fue mayúscula cuando, en la tertulia mencionada, alguno de los participantes se dedicaba a juzgar el comportamiento de aquellos que, denominados ministros de la Iglesia (“supuestos” transmisores de la fe, decía alguno), se dedican a confundir a propios y a extraños con sus enseñanzas. Una y otra vez intenté reconducir la conversación apelando a la necesidad de una interpelación personal… pero, fue inútil. El argumento esgrimido por la mayoría era el siguiente: “Es imposible hacer apostolado en nuestros ambientes, porque, además de la agresividad de aquellos que se denominan enemigos de la Iglesia, los que deberían darnos ejemplo, más bien nos confunden con su ejemplo y sus palabras”.

“Éste es el heredero. Venga, lo matamos, y será nuestra la herencia”. Uno de los mayores males que se puede ejercer en este mundo es la justicia de los “buenos”. Son aquellos que, tomándose la justicia por su cuenta, creen actuar en nombre de los divino, cuando en realidad lo que se esconde en esos corazones no es otra cosa que el rencor, la envidia… o el odio. Cuando intentamos apropiarnos de lo que no es nuestro, entonces el corazón se endurece y, dejando atrás la coherencia y la verdad, buscamos cualquier justificación para adueñarnos o destruir lo que no es obra nuestra. Resulta mucho más “gratificante” ver el dolor ajeno que examinar la culpa propia.

Para reconocer los errores es necesaria mucha humildad. Y este requisito no sólo se adquiere cuando uno recibe “palos”, sino, que encontrándonos en franca ventaja ante los ojos del mundo, somos capaces de buscar la verdad, aunque ello nos acarree descubrir nuestra propia vergüenza. Ser coherentes, por otra parte, es ser fieles a la verdad, y dar testimonio de ella, sin miedo y sin “medias tintas”.

“Intentaron echarle mano, porque veían que la parábola iba por ellos; pero temieron a la gente, y, dejándolo allí, se marcharon”. La mentira, tarde o temprano, se desenmascara, y descubrimos su vaciedad. Los que perseguían a Jesús no actuaban en nombre de la verdad, sino de sí mismos y de sus engaños. La Virgen María, por ser la llena de gracia, era capaz de reconocer en los detalles más pequeños la verdad de Dios, y nunca actuó amenazada por el miedo. Ayer, en Pentecostés, la vimos en medio de aquellos discípulos miedosos, y fue la fuerza de aquellos corazones en donde se germinaba la Iglesia.