san Pedro 3, 12-15a. 17-18; Sal 89, 2. 3-4. 10. 14 y 16 ; san Marcos 12, 13-17

Aquellos fariseos, a quienes Jesús llamó «hijos del Diablo» (cf. Jn 8, 44) llevaban en
sus palabras la impronta de su padre y empleaban con destreza sus mismas tácticas. El
Demonio nunca se acerca al hombre con los cuernos y el tridente por delante. Si lo
hiciera, sería tan idiota como las representaciones que hacemos de él y, desde luego,
idiota no es. Es zalamero y adulador como un donjuán, y sabe disfrazarse de ángel de
luz. Domina como nadie el arte del marketing, y vende bien su producto, adaptándose a
las necesidades del cliente. Uno de sus reclamos favoritos es el halago. ¿A quién no le
gusta verse halagado por los hombres? Y si, como en este caso, el cliente parece ser
Hijo de Dios, no sirve cualquier requiebro: tiene que ser un requiebro muy espiritual, y,
sobre todo, tiene que ser verdad. Con un Hijo de Dios no cuela la «mentira piadosa». De
su factoría son las palabras con que los fariseos se acercaron a Jesús: «Maestro, sabemos
que eres sincero y que no te importa de nadie; porque no te fijas en lo que la gente sea,
sino que enseñas el camino de Dios sinceramente»… ¡Todo verdad! Cualquier ángel del
cielo hubiera puesto su firma bajo esas palabras.
Si me permites un consejo, desconfía cuando los hombres te halaguen. No hagas
como los necios, quienes, al recibir alabanzas, se arrojan en manos de quien les alaba y
le dan la razón en todo por no perder el efímero pago del requiebro. Tú, cuando los
hombres te alaben, trae a la mente el recuerdo de tus muchos pecados y comprueba la
injusticia de los juicios terrenos. Baja la cabeza ante Dios, y por nada de este mundo se
te ocurra subir al trono que te ofrecen porque -te lo aseguro-, una vez que te hayas
sentado en él, alguien cerrará unos grilletes alrededor de tus pies y unas esposas en
torno a tus manos… Entonces entenderás que ese «trono» era una silla eléctrica.
Permanece alerta ante quien te alaba, y recuerda la palabras de Pedro: «estad en guardia
para que no os arrastre el error de esos hombres sin principios, y perdáis pie».
Puede que el halago que recibas sea verdad, como el que los fariseos hicieron de
Cristo… En ese caso, no lo niegues, pero humíllate doblemente. Porque si algo bueno ha
salido de tus manos no eres tú quien lo ha hecho. Si Dios, en su misericordia, ha querido
servirse de un instrumento pobre y miserable como tú (recuerda, repito, tus pecados)
para hacer obras buenas, a ti te corresponde caer por tierra y sentirte indigno de haber
sido elegido por el Amor providente. No vayas a hacer la tontería de exaltar tus culpas
en respuesta, como los que dicen: «¡Si yo soy muy pecador!»… ¡Ojo, que también en
presumir de pecados hay soberbia!. Sal del paso airosamente con un «¡Bendito sea
Dios!», y devuélvele al Señor la alabanza que le corresponde. O, si quieres, haz como
María, quien, con gracia humana y divina, no negó las maravillas que Dios obró a través
de Ella, pero a la vez ocupó su sitio a los pies del Creador: «El Poderoso ha hecho obras
grandes por mí… Ha mirado la pequeñez de su sierva».