libro de los Reyes 17, 1-6; Sal 120, 1-2. 3-4. 5-6. 7-8 ; san Mateo 5, 1-12

Las bienaventuranzas levantan ampollas. Son un texto bonito para leer. Queda bien en la boca de los pseudoreligiosos que piensan que el mundo lo cambian las palabras y que la vida es mejor si la barnizamos con poesía. Pero, ¡Qué distintas suenan en la boca de Nuestro Señor! Cuando nos situamos al pie de aquel monte al que Jesús subió para enseñar, nos estremecemos por el misterio de vida que se oculta tras esas paradojas. ¿Cómo puede ser feliz el que llora, o el que es perseguido? Pero, al tiempo que entrevemos la exigencia, percibimos la verdad de lo que se dice. Quizás sean las palabras más bellas de todo el Evangelio y, como todas las pronunciadas por Jesús, totalmente verdaderas.
Las bienaventuranzas describen un destino contrario al que sigue el mundo. No se dice, felices los ricos, los prestigiosos, los que todos alaban, los que ocupan las portadas de la prensa rosa o pueden gozar de tranquilidad en sus familias. Puede que ellos también lo sean, pero aquí se habla de una felicidad más alta. Cuando sintonizamos con el lenguaje del Señor algo se conmueve en nuestro interior. Es lo que andábamos buscando, lo que esperábamos escuchar, lo que tiene que ser verdadero. Ahora entiendo las lágrimas de santa Mónica (¿sería feliz si no hubiera llorado?), y los trabajos de Teresa de Calcuta con su hambre insaciable de justicia (¿hubiera sido feliz de otra manera?), y la entrega de los mártires, y el arrojo de los santos misioneros, y tantas cosas que el mundo juzga absurdas.
Debajo de cada frase del Señor se oculta la verdad profunda del hombre. El anti-bienaventuranzas es el que quiere pasar por la vida sin salpicarse, entre algodones. Las bienaventuranzas hablan de la vida apasionada, entregada hasta el fondo. Una vida en la que el amor a la verdad, al bien, a la justicia, no es convertible por la comodidad o la buena fama. Y sólo así seremos felices.
Las bienaventuranzas indican que no podemos vender lo más grande que tenemos por un plato de lentejas. Indican la culminación, el cumplimiento de una vida arraigada en las palabras de Señor. Pero esa felicidad no es alcanzable con las propias fuerzas. Uno no puede decir: “voy a llorar y así seré feliz”. Lo da el Espíritu Santo como corona a la vida de la gracia.
Tenemos esa tentación de cambiar la felicidad eterna por un “ratito de cielo” en la tierra. Pero no nos engañemos, eso ni siquiera es cielo, es un fraude. El Reino de los cielos sufre violencia porque los mercaderes del sucedáneo nos inundan con sus propagandas falsas. Bienaventurado es el que está anclado en Jesucristo y aguanta en Él todas las tormentas y asechanzas del enemigo. Y felices nosotros que contemplamos ya la felicidad de aquellos que sufrieron en este mundo para ser felices.
Que María, que fue feliz porque creyó, nos ayude a grabar en lo más hondo de nuestro corazón estas palabras, que son hermosas porque son verdaderas.