Reyes 17, 7-16; Sal 4, 2-3. 4-5. 6bc-8 ; san Mateo 5, 13-16

Las imágenes de la sal y la luz las llevamos grabadas muy dentro. Aún así es bueno recordarlas y meditar largamente sobre ellas. Jesús nos compara a la sal y a la luz. Precisamente el domingo estaba comiendo con un grupo de padres de un colegio que han empezado a sentir la llamada del Señor al apostolado. A raíz de la comunión de sus hijos y del testimonio de algunos profesores empezaron a pensar qué podían hacer ellos. Eso está bien. Pero, también al mismo tiempo surgía la inquietud, no menos urgente, de formarse bien. Para iluminar hay que ser luz y para dar sabor hay que ser sal. Me gustan esas imágenes porque no admiten sustitución. La luz no es intercambiable más que con la oscuridad y lo que no tiene ni pizca de sal es, sencillamente, soso.
El Evangelio de hoy une nuestra condición al apostolado. Muestra que, con independencia de lo que hagamos, lo importante es lo que somos. Alguien dijo que los maestros enseñan existiendo. Con mayor razón podemos decir que los cristianos evangelizamos siendo. A veces pienso en esas grandes obras nacidas del Espíritu Santo y la cooperación del hombre a lo largo de los siglos. Hoy las reconocemos en grandes edificios o en instituciones que aún perduran, a veces lejos de su finalidad originaria. Quedó la carcasa pero se perdió el contenido. Y no fue por el cambio de los tiempos, las nuevas modas sociales ni nada de eso. Simplemente se desvirtuó la sal. Parece, dicen algunos exegetas, que la imagen de la sal utilizada por el evangelio se refiere a pequeñas bolsitas utilizadas en tiempo de Jesús, que se introducían en las ollas donde se preparaban los alimentos. En ellas la sal estaba mezclada con otras sustancias. Cuando dejaba de dar gusto se tiraba a la calle donde, como indica el evangelio, cualquiera podía pisarla. ¿No sucede también eso con nuestro apostolado cuando deja de ser movido por el amor a Dios? Entonces las obras de la Iglesia, ya desposeídas de su impulso original, se convierten en piezas de museo o en objeto de burla. No pocas veces, también, son pisoteadas pero no por el odio contra la fe sino por la indiferencia que produce lo que no es auténtico.
Por otra parte la imagen de la luz nos lleva a esta consideración del Señor: “para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo”. Nuestro apostolado, sea de palabra, con el ejemplo o en el ejercicio de la caridad, busca llevar a Dios. Así lo hizo san Antonio de Padua cuya fiesta hoy celebramos. Fueron muchos los que se convirtieron con sus sermones, en Italia y Francia. Fue un buen teólogo, declarado Doctor de la Iglesia por Pío XII en 1946, que no guardó para sí sus conocimientos; no los puso debajo de la cama. Fue lámpara de la Palabra de Dios. Pero, al mismo tiempo, no buscaba iluminarse a sí mismo para obtener el reconocimiento de los demás, sino que en todo momento quería llevar a Dios. Los dones que el Señor nos da a cada uno no es para que nos los apropiemos sino para usarlos en bien de la Iglesia. Especialmente los que los teólogos denominan gracias carismáticas. Estas no hacen mejores a quienes las poseen, sino que se ordenan directamente a la edificación de la Iglesia.
Que María, donde resplandecen las maravillas de la gracia divina, nos ayude a conservar y acrecentar los dones que recibimos por el bautismo para que seamos ricos en buenas obras y humildes como lo fue ella.