Reyes 19, 9a. 11-16; Sal 26, 7 8a. 8b 9abc. 13-14 ; san Mateo 5, 27-32

Comentaba Lewis que si un día fuéramos a un país africano, por decir algún sitio, y observábamos que cada día se realizaba un espectáculo en el que sobre la tarima se exhibía un pedazo de carne, ponga usted un buen entrecôte, y la gente acudía en masa y se entusiasmaba cada vez que el presentador mostraba la vianda, pensaríamos, sin duda que allí nadie comía carne. Sólo por esa razón tendría sentido que, día tras día, se llevara a cabo esa muestra.

En nuestro país, del que quizás Lewis nunca habló, sucede un caso análogo. A la gente le gusta hablar de sexo. Desde hace unos años se pusieron de moda programas televisivos en los que supuestamente se iba a enseñar a los españoles todo lo que no sabían sobre tan relevante faceta humana. Lo cierto es que basta ver la cara de los presentadores para darse cuenta de que lo que dicen no puede hacer feliz a nadie. Con todo, el tema se las trae y por muchos motivos. El impulso sexual es muy grande en el ser humano. Ha sido puesto por Dios con la doble finalidad de procrear y expresar el amor matrimonial. Siendo una cosa buena, como consecuencia del pecado original, puede desordenarse fácilmente. Con la excusa de que no somos de piedra (tampoco de goma, por cierto), parece que todo está bien. El problema viene de lejos y, ciertamente, sin la ayuda de la gracia no tenemos dónde ir. Aunque la razón indica lo que es justo en materia de sexo, el entendimiento se ofusca fácilmente cuando se entremeten las pasiones y, no pocas veces, el instinto gobierna.

En el Evangelio de hoy, que forma parte de ese gran discurso en el que Jesús resitúa la moral del Antiguo Testamento, se nos recuerda que el divorcio es contrario al plan de Dios y también el mirar a la mujer de otro con deseo impuro. La moral católica, con acierto, señala que todos los pecados contra el sexto y el noveno mandamiento son graves. No hace falta adulterar para pecar, basta con tener pensamientos o deseos impuros y consentir en ellos. La sexualidad, que es un bien, puede convertirse en una dificultad para la vida cristiana si no se vive rectamente. Por eso hay que invocar la protección de Dios y de la Virgen para que nos mantenga el corazón puro. Porque la sexualidad sólo se cumple perfectamente si queda ordenada por el amor, ya sea en el matrimonio, ya en una consagración especial. Los que por cualquier causa no se encuentran en uno de los dos grupos también han de pedir al Señor que les ilustre para vivir bien la castidad.

Sucede que mientras a los impúdicos no les molesta hablar de sexo a todas horas, y nos llenan de imágenes inmorales en la televisión, los diarios y las pancartas publicitarias, a los cristianos nos toca afrontar este tema. Hay que hablar de sexo, para mostrar su belleza y su sentido en el plan de Dios. Sería absurdo que en la formación de los jóvenes y adultos soslayáramos este tema con el pretexto de que es resbaladizo. Hay que formarse bien en materia sexual según la doctrina de la Iglesia, que especifica las magníficas enseñanzas que Jesús nos propone en el Evangelio de este día.

Que María, Madre del Amor Hermoso, nos ayude a llevar una vida casta.