libro de los Reyes 25, 1-12; Sal 136, 1-2. 3. 4-5. 6 ; san Mateo 8, 1-4

A veces en la vida vivimos entre incertidumbres. Aunque tengamos muy claro lo que queremos y lo que creemos, dependemos de otros para poder tomar decisiones. A veces las incertidumbres son nuestras. Me acuerdo en una excursión que veíamos a dos escaladores (chico y chica), trepando por una pared vertical a una considerable altura. En un momento dado la chica se “atascó.” Era incapaz de seguir subiendo y de dar un paso atrás. Desde abajo oíamos los gritos del compañero que la llamaba de todo menos bonita. No era por insultarla, era a ver si reunía el coraje suficiente para ponerse en marcha y salir de ese atolladero. Cuanto más subía el tono de los improperios, más se iba moviendo la chica, hasta que consiguió avanzar unos pasos, con el aplauso general de los que mirábamos desde abajo. La chica, en vez de abofetear al chico por todo lo que le había dicho, le dio un abrazo agradeciéndole la ayuda para ponerse en marcha.

“Se le acercó un leproso, se arrodilló y le dijo: «Señor, si quieres, puedes limpiarme.»” ¿Cómo cambiaría la vida de este hombre el día que contrajo la lepra? Tendría que abandonar su vida, su trabajo, a su familia y sería repudiado por sus amigos. Viviría en la incertidumbre de no saber el por qué le había ocurrido aquello a él, y cuánto tiempo podría aguantar en esa vida. Aunque lleno de incertidumbres y dudas, no dejó de buscar soluciones, aunque pareciesen desesperadas y, así, llegó hasta el Señor. Habría oído los casos de otros a los que el Señor había curado. Algunos se lo tomarían por fantasías o cuentos chinos. Él no tenía nada que perder y se lanza a buscar a Jesús. Y Jesús no defrauda.

También nosotros a veces podemos vivir entre mil incertidumbres. La economía, la salud, el trabajo, la familia, los amigos…, puede parecer que nos fallan. Y aunque toda nuestra vida hemos estado escuchando la Palabra de Dios, no recurrimos a ella. A veces me encuentro con matrimonios, cristianos los dos, que ante una crisis de pareja o con los hijos, son capaces de recurrir a todo tipo de especialistas (que muchas veces son necesarios), o se quedan encerrados en su propia desesperanza y son incapaces de recurrir a Dios. Incluso en algunas ocasiones le echan la culpa a Dios por no acudir a socorrerlos, pero ellos desde su butaca viendo el fútbol y odiándose cordialmente.

Para recurrir a Dios hay que mostrar lo que somos, mostrarle nuestras llagas, nuestras heridas y dejar que Él las cure. El Señor sabe mejor que nosotros lo que nos pasa y nos descubrirá la raíz del problema. No se puede recurrir a Dios desde la prepotencia ni desde la desesperanza. A Dios no se le “examina,” simplemente nos fiamos de Él. Estoy convencido de que si muchos matrimonios acudiesen con verdadera humildad ante Dios, le contasen sus problemas, reconociesen de corazón sus defectos y, luego, también en espíritu de oración, se lo contasen el uno al otro, acabarían en un abrazo y decididos a superar todos sus problemas. Igual le ocurrirá al que se arruina, o al que enferma o a aquél que se ha encerrado en su mundo lejos de todo y de todos.

Al pueblo de Israel le debía parecer imparable el rey Babilonio, pensaría que era el final de su pueblo y de la ciudad santa. Pero un resto, unos pocos, no se olvidaron del Señor, confiaron siempre en Él, y sabían que volvería a aquella Jerusalén de la que sentían tanta nostalgia. A veces a nosotros nos pueden parecer nuestros problemas tan graves, tan invencibles, que nos sentimos desterrados lejos de Dios, como si nunca pudiéramos volvernos hacía Él. No temas, por mucho que te alejes de Dios, Dios no se aleja de ti y, siempre que volvamos a Él con confianza y humildad, sabremos que está allí y podremos oír esas palabras. “Quiero, queda limpio.”

De la mano de la Virgen es mucho más fácil acercarse a Dios, acudir a la confesión con sinceridad de corazón y con espíritu humilde. Ella lavará tus heridas para que las cure definitivamente el Señor. Aleja todas tus incertidumbres, si tú le dejas, Dios puede.