Amós 7, 10-17; Sal 18, 8. 9. 10. 11 ; san Mateo 9, 1-8

Se llama pájaro de mal agüero al que siempre lleva malas noticias. Desde luego, si quitáramos en los diarios las malas noticias, serían más pequeños que mi hoja dominical. Y si suprimiéramos las malas noticias de los informativos de las televisiones, serían más cortos que el spot de Coca-Cola. Pero a eso lo llaman informar. Se prefiere calificar de mal agüero a los obispos o a los documentos de la Iglesia, que parece que vienen a amargarnos la existencia. Sin embargo, hay una diferencia fundamental: las noticias suelen quedarse en notificar los acontecimientos negativos e intentar transmitir las imágenes y las crónicas más truculentas. La Iglesia, aunque describa la situación de pecado, siempre anuncia los rayos de esperanza que iluminan esa situación y anuncian el remedio: la fidelidad a Cristo.

“Viendo la fe que tenían, dijo (Jesús) al paralítico: -«¡Animo, hijo!, tus pecados están perdonados.» Algunos de los escribas se dijeron: -«Éste blasfema.»” Algo parecido le pasa al profeta Amós: “Vidente, vete y refúgiate en tierra de Judá; come allí tu pan y profetiza allí. No vuelvas a profetizar en Casa-de-Dios, porque es el santuario real, el templo del país.” No se aguanta escuchar las verdades y, mucho menos que el pecado tenga perdón.

A ninguno nos gustan que nos digan nuestros errores y pecados. Es mucho mas fácil negarlos e intentar acallar la conciencia. El perdón de los pecados nos recuerdan que los pecados existen y, por ello, tenemos que pedir perdón. Muchas veces, personas que no se confiesan a menudo, te dicen: “Yo, ni robo ni mato.” Y no se les ocurre ningún pecado propio. Parece que tenemos tendencia a buscar a alguien peor para justificarnos. El ladrón reconocerá que roba, pero que hay otros que atracan con violencia. El asesino dirá que fue un arrebato, pero no es un asesino en serie. El genocida dirá que estaba librando al mundo de una epidemia peor. Siempre buscaremos algo o alguien peor que nosotros mismos, para consolarnos diciéndonos que es verdad, no somos perfectos, pero somos un mal menor.

Al que nos diga que estamos haciéndolo mal intentaremos apartarle de nuestro lado. Le llamaremos moralista o le recordaremos sus pecados. Pero, si de verdad nos quiere, podrá contestarnos como Amós: “No vengo a fastidiarte, no soy mejor que tú, sólo soy “pastor y cultivador de higos,” pero el Señor me dijo ve y dile esto.” Al que actúa así, sin querer humillarnos, debemos agradecérselo. Es la corrección fraterna que tan en desuso ha caído. A veces somos más ciegos que nadie respecto a nuestra propia vida, y tenemos que agradecer el salir de la ceguera.

El relato del Evangelio es aún más triste. Los escribas mirarían al paralítico y pensarían: “Ese sí que ha sido malo, está postrado en su camilla. Pero yo, que puedo andar, es que agrado al Señor.” Es como el conocido chiste de Mafalda en el que Susasita, leyendo las noticias de guerras y catástrofes en el mundo comenta: “Leyendo el diario me doy cuenta de lo buena que soy.” Y el Señor no sólo denuncia el pecado, sino que ofrece la solución: “¡Ánimo hijo!, tus pecados está perdonados.” Cuántos tachan a la Iglesia de pájaro de mal agüero por anunciar la misericordia, pues no quieren cambiar de vida.

A corregir nuestros defectos, a que nos los indiquen con cariño y a vivir la misericordia, lo aprendemos en la familia. La gran familia de la Iglesia tiene a su mejor maestra en la Virgen María. Acudamos a ella y descubramos que no hay nada que el Señor no pueda curar.