Ezequiel 2, 2-5; Sal 122, 1-2a. 2bcd. 3-4; san Pablo a los Corintios 12, 7b-10; san Marcos 6, 1-6

“No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe”. El evangelio de hoy nos transmite esa especie de decepción que debió llenar los corazones de Cristo y sus discípulos cuando percibieron que bastantes de los oyentes, incluso los que habían compartido tantas cosas con Él en su mismo pueblo, no le prestaban atención. Así somos tantas veces, no valoramos la grandeza.

Estas líneas se escriben cuando el Papa ya está en España, y ha tenido ya varias intervenciones que van marcando el tono de la visita. Mucha gente quiere oírlo, y hay algunos que no. Como ocurrió con el Señor.

Se repite, casi literalmente, ese misterio de la bendita libertad humana que Dios no solo permite sino que ha “creado”. La libertad, que es un don de Dios, tiene esas cosas. El hombre ha sido creado libre, y tiene la potestad de acoger en su corazón cosas grandes, o cerrar los ojos. Cerrar los ojos ante una puesta de sol, ante un espectáculo maravilloso, no deja de ser algo que apena, pero no se puede obligar a nadie a disfrutar a la fuerza. La belleza, la verdad, o el bien está delante de nosotros pero hay que acogerlo con sencillez y dar gracias por la transformación que opera en nuestra alma, porque es un don. Pero habrá algunos, los hay con nombre y apellidos (que todos conocemos y aquí no es necesario recordar porque están en la mente de los que vivimos en España) que no estarán dispuestos a dejarse llenar por ello.

Siempre tiene que haber en el corazón de un hijo de Dios comprensión con los que se empeñan en esa dirección de no reconocimiento de cosas grandes. Comprensión y cariño. Oración y mucha, sin por ello dejar de reconocer que no vale una cosa y su contraria.

Aquellos hombres, los que vivían en el pueblo de Jesús, defendieron “sus esquemas”: la visión de un hombre que conocían, que había comido y bebido con ellos. Detrás de ese hombre no veían, no querían ver, nada más. Les falta fe. Y se perdieron un horizonte lleno.

El Santo Padre ha venido a hablar para que veamos más allá. Mira si no, lo que les ha escrito, en una carta, a los obispos españoles, a los que ha saludado en la Catedral de Valencia: “Conozco y aliento el impulso que estáis dando a la acción pastoral, en un tiempo de rápida secularización, que a veces afecta incluso a la vida interna de las comunidades cristianas. Seguid, pues, proclamando sin desánimo que prescindir de Dios, actuar como si no existiera o relegar la fe al ámbito meramente privado, socava la verdad del hombre e hipoteca el futuro de la cultura y de la sociedad. Por el contrario, dirigir la mirada al Dios vivo, garante de nuestra libertad y de la verdad, es una premisa para llegar a una humanidad nueva. El mundo necesita hoy de modo particular que se anuncie y se dé testimonio de Dios que es amor y, por tanto, la única luz que, en el fondo, ilumina la oscuridad del mundo y nos da la fuerza para vivir y actuar (cf. Deus caritas est, 39).”

Parece muy claro ¿no? Vamos a ponerlo todo, en manos de Nuestra Señora, “la Mare de Deu”, dicen los valencianos, la Virgen de los Desamparados. Acógenos y guíanos, Madre Nuestra, y haz que aprendamos a escuchar.