Isaías 6, 1 -8; Sal 92, lab. 1c-2. 5 ; san Mateo 10, 24-33

Al clamor de la voz de Yahweh, nos cuenta Isaías, las jambas de las puertas del
templo se estremecían…
«María se turbó al oír estas palabras». Cuando Dios quiso entrar en el mundo y
convertirlo en templo de su gloria, dejó escuchar su voz enamorada por boca de un
arcángel. Y la «puerta que dio paso a nuestra luz», María de Nazareth, se estremeció de
gozo y de rubor. Abriose suavemente, con un sí de humildad y de obediencia, y, a través
de sus entrañas, el Hijo de Dios llenó la tierra y la Historia de los hombres.
Luego, mientras el Hijo la cruzaba hacia la Vida, cargado con las culpas de los
hombres, quedó la puerta rasgada, atravesada en su centro por una cruel espada.
También temblaron las jambas… ahora temblaron de dolor. Y entonces, aquella doncella
que había sido puerta de la tierra, se tornó puerta de los cielos, descerrajada y vertida en
lágrimas, como quien ha roto aguas y ha dado a luz a una Humanidad nueva. Puerta que
unió en cielo con la tierra… Puerta que une la tierra con el Cielo… Puerta rota, siempre
abierta, Madre de Dios. Fuiste hermosa desde tu concepción, pues nunca pecado alguno
mancilló tu alma; fuiste hermosa en la encarnación, pues el reflejo del Amor bañó tus
ojos y tu vientre; pero fuiste más hermosa aún al pie del Leño, cuando abriste tus brazos
y, rasgada el alma, recibiste en tu regazo el cuerpo muerto de la Vida, el mismo cuerpo
que, años antes, se abrazara a aquel regazo y se amamantara en aquellos pechos. Allí
fuiste madre mía, allí nací de tus entrañas, abiertas y rasgadas para siempre, allí
comencé a existir empapado en tus lágrimas.
No apartes de mí nunca tu mirada. Aunque yo no la sienta, aunque no tiemble como
tú; aunque yo esté ciego o tú te escondas… «Mírame con compasión, no me dejes,
Madre mía».