Isaías 26, 7-9. 12. 16-19; Sal 101, 13-14 y 15.16-18. 19-21 ; san Mateo 11, 28-30

Hace poco me comentaba un sacerdote: “no sabemos descansar”. Y es verdad. Cuántas personas, que llegan hechas polvo a sus casas después de una larga jornada, y que deberían irse inmediatamente a la cama, no pierden el tiempo mirando la televisión. Tendrían que relajarse y dejar que el cuerpo recupere fuerzas. En vez de eso se agotan aún más. Lo peor es que piensan que descansan. De pequeño me llamaban la atención esas familias que el fin de semana se iban al campo a construir su chalet. Pensaba, “estos no descansan nunca”. Estamos a las puertas de la era del ocio y, hay que reconocerlo, aún no sabemos descansar.

Pero, aquí no se trata del cansancio físico. Ni siquiera del intelectual. Hablamos del descanso de la vida. Para muchos la existencia es una carga pesada y no saben cómo sobrellevarla. Dicen los psicólogos que muchas personas necesitan que alguien les escuche. Cuando viajaba en tren, el trayecto duraba aproximadamente una hora, tenía comprobado que si no me ponía a dormir inmediatamente quien iba sentado enfrente me contaba su vida. Hay mucha gente cansada. Y, sobre todo, espiritualmente cansada.

En el Evangelio de hoy Jesús nos abre su corazón y dice: venid a mí para descansar. La vida cristiana, incluso humanamente hablando si se vive con un mínimo de cordura, tiene momentos de dificultad. Jesús nos invita a reclinarnos sobre Él y recuperar en Él las fuerzas. Quien no descansa en el Señor acaba haciéndolo en cualquier otra cosa para, finalmente, quedar peor que antes. Jesús nos alivia en todos los sentidos.

En primer lugar nos libra del peso del pecado. Como dice san Pablo: “Él cargó con nuestras culpas”. El peso de la conciencia es terrible cuando uno está en pecado. También cuando tenemos escrúpulos o una misión difícil por delante. Jesús carga con ello si sabemos apoyarnos en Él.

Además carga con nuestra vida. Como hizo con la oveja perdida, hace con cada uno de nosotros. Nos lleva sobre sus hombros si sabemos serle dóciles y no nos encabritamos. Porque a veces un deseo inadecuado de autonomía nos separa de Cristo.

Jesús también nos descansa cuando en la oración acudimos a Él y se lo contamos todo sin reservas. Como decía el Cura de Ars “En la oración hecha debidamente se funden las penas como la nieve ante el sol”.

Y nos descansa en la Eucaristía, alimento que debe recibirse con calma. Porque toda celebración de la Misa es un descanso en el Señor. Es muchas otras cosas, pero también momento para el solaz del alma.

No hay lugar más mullido ni descanso más reconfortante que el Corazón de Jesús. Quien lo ha encontrado ya no lo deja jamás. Y precisamente desde ahí se pueden hacer muchas cosas. ¿Cómo si no son los santos capaces de tantos trabajos? Tienen un truco que está al alcance de todos nosotros: reposar en el Señor.

Que María, que sostuvo a su Hijo en el regazo muchas veces, nos enseñe el auténtico descanso del cristiano.