Jeremías 1, 1. 4-10; Sal 70, 1-2. 3-4a. 5-6ab. l5ab y 17 ; san Mateo 13, 1-9

Hoy celebramos la fiesta de san Joaquín y de santa Ana, padres de la Virgen María y, por tanto, abuelos de Jesús. Ello nos da pie para pensar en todos los abuelos del mundo. Recientemente, en el Encuentro Mundial de las Familias habido en Valencia alguien llamó al Papa Benedicto XVI abuelo del mundo. El Santo Padre hizo suyo ese apelativo en el discurso posterior. Porque el término abuelo está impregnado de cariño. No sólo significa un lugar en la familia, sino que evoca también ternura y comprensión. Los abuelos siempre están detrás de los padres y cuidan de los nietos. Desgraciadamente, en nuestra sociedad, están quedando algo relegados. No sucede en todas las familias, pero sí en algunas. Cuando la liturgia de la Iglesia recuerda a san Joaquín y santa Ana, indirectamente, nos invita a pensar en la importancia de los abuelos en nuestra sociedad.

El hecho de que Jesús los tuviera es un detalle más de su Encarnación. En todo se hizo igual a nosotros. Por tanto entró en el mundo dentro de una familia y, aunque nada digan los Evangelios, nos es dado suponer que conoció a sus abuelos y pasó ratos agradables con ellos. Aquí la imaginación puede volar todo lo que quiera, porque en los detalles se acrecentará nuestro fervor y también el amor hacia nuestros mayores.

Si tomamos las lecturas propias de esta celebración encontramos en la primera una bonita recomendación: “Hagamos el elogio de los hombres de bien, de la serie de nuestros antepasados”. Esto dice el libro del Eclesiástico. Que los nietos puedan conocer a los padres de sus padres es algo bueno. Así reconocen que Dios ha dispuesto que unos nazcan de otros y que esa serie, al final, se tope con el designio amoroso de Dios. Nacemos en un linaje, en una tradición.

Sucede, además, que muchas veces los abuelos son los que transmiten la fe. Se da el caso curioso de ese gran líder comunista que fue Gorbachov: en un país en que la fe estaba prohibida y ser creyente constituía un delito, él fue bautizado por su abuela. Es más, si se conservó algo de la fe en aquel país fue porque los abuelos pasaron la tradición a sus nietos. La generación de los padres fue absolutamente adoctrinada en la propaganda atea que hizo muchísimo daño.

Mis abuelos ya murieron y a menudo ofrezco la misa por ellos. Recuerdo muchas cosas de mi infancia a su lado. También cuando por la noche nos reuníamos todos en la cocina o el comedor y rezábamos el rosario. Siempre he agradecido a Dios el haber nacido en una familia cristiana y poder decir que tengo la misma fe de mis mayores. No es un tema sentimental. Sé que para otras personas Dios ha escrito la historia de la Salvación de manera diferente. Pero a mí me gusta el guión que Dios ha escrito para la mía. Así veo que hoy rezo con las mismas palabras que aprendí de mis padres y que estos aprendieron de los suyos. Y pienso que fue un gran bien para mí y mis hermanos ver cómo mis padres querían y cuidaban a mis abuelos y cómo mis abuelos se habían desgastado en la vida para hacer posible el bien de mis padres. La sabiduría de Dios es muy grande. Basta pararse un poco para descubrirla.

Que la Virgen María nos ayude a querer nuestras familias con el mismo amor que ella respiró, primero en casa de sus padres y, después, en el hogar de Nazaret.