Jeremías 2, 1-3. 7-8. 12-13; Sal 35, 6-7ab. 8- 9. 10-11 ; san Mateo 13, 10-17

En el Evangelio de hoy Jesús explica a sus apóstoles por qué habla en parábolas. Si comparamos con la primera lectura encontramos un claro contraste. Allí Dios se queja a través de Jeremías: “Los sacerdotes no preguntaban: ‘¿Dónde está el Señor?’, los doctores de la ley no me reconocían…”. En cambio los apóstoles preguntan. Ese detalle siempre me ha encantado, porque supone la actitud de querer aprender.

Los niños pequeños lo preguntan todo y en más de una ocasión ponen a sus padres en un brete. Conforme uno se hace mayor los respetos humanos se imponen y preferimos permanecer en la ignorancia antes que reconocer que no entendemos algo. Yo me enfado con mis alumnos cuando no preguntan porque es signo de que hay algo que les impide saber más: la vergüenza o, quizás, el orgullo. Hay que saber preguntar, también a Dios.

Y Jesús les explica el por qué de las parábolas y, como veremos en el evangelio de mañana, también el sentido de la parábola del sembrador. Normalmente el Señor contesta a nuestras peticiones si estas son acertadas. El Venerable Padre Hoyos, propagador de la Devoción al Sagrado Corazón en España, solía hablar con su ángel de la guarda al que consultaba muchas cosas. Este le dijo un día: “No me preguntes a mí lo que puedan solucionarte los doctores de la Iglesia”. Así daba también una clave a la hora de interrogar a Dios. Muchas cosas las podemos saber estudiando el Catecismo o consultando a un sacerdote o a una persona preparada. Los apóstoles, en aquel momento, sólo tenían al Señor e hicieron muy bien en preguntarle.

Jesús en su respuesta nos ilustra sobre un aspecto importante. Hay personas que tienen oídos y no oyen y que tiene ojos pero no ven. Eso pasaba entonces y puede sucedernos ahora a nosotros. ¿Cuántas veces no habremos leído el Evangelio o escuchado una predicación y nos hemos quedado igual? Eso no es culpa de los textos si no de nuestra disposición interior. Puedo colocarme ante la Palabra de Dios de tal manera que entienda que no es para mí. Hay quien cuando escucha al sacerdote piensa que habla para los demás, sobre todo si señala algún defecto. De estos dice Jesús que aún lo que tienen les será quitado. Si nos lo aplicáramos a nosotros temblaríamos. Porque nos daríamos cuenta de que podemos perder lo poco que tenemos, y todo por falta de atención, por no preguntar, por no abrir bien los ojos y los oídos.

El Señor instruye a su pueblo. Lo hace continuamente. Pero hay que tener paciencia para ser enseñado. Siempre me han admirado los niños pequeños. Les cuentan un cuento una y otra vez. Siempre es el mismo y siempre lo escuchan con gusto. Es más, no soportan el más mínimo cambio. Así debemos colocarnos nosotros ante Dios.

En el regazo de la Virgen escuchar una y otra vez las palabras de su Hijo, sus enseñanzas, e irlas absorbiendo poco a poco, para hacerlas vida. María es nuestra gran intérprete que nos enseña a leer las Escrituras y nos ayuda a entenderlas.