Jeremías 26, 11-16. 24; Sal 68, 15-16. 30-31. 33-34 ; san Mateo 14, 1-12

El verano, en general el tiempo de vacaciones, favorece los ratos de tertulia y de conversaciones más distendidas, cuya degeneración es el botellón. Muy a menudo me encuentro en conversaciones con unos y con otros. A veces me asombra el tiempo que puede pasar sin que nadie diga nada interesante. Hay personas que sólo hablan de banalidades, de deportes o de sí mismos (esos sí que son aburridos). Muchas veces cuesta hablar de algún tema trascendente o que exija una mínima reflexión y en contadísimas ocasiones se habla de lo que realmente preocupa. Hay temas que se prefieren dejar pasar de largo y, cuando decidimos hablar de ellos, pocas veces encontramos a quién nos escuche.

De las lecturas de hoy sólo me he quedado con una frase, la última del Evangelio de hoy que relata la muerte de Juan Bautista: “Sus discípulos recogieron el cadáver, lo enterraron, y fueron a contárselo a Jesús.” Me gusta imaginarme esa escena. A veces pensamos que Jesús sólo hablaba, los Evangelios nos lo muestran siempre enseñando, o se dedicaba a curar enfermedades y hacer milagros. Me gusta ver a Jesús que escucha. La verdad es que desde el Sagrario es el perfecto “escuchador,” y lo sería también en los años que pasó entre nosotros. Escucharía en la carpintería de Nazaret las alegrías y penas de unos y de otros, escucharía a los apóstoles, ya desde jovencito escuchaba a los ancianos y doctores del templo. Cada vez que escucho a alguien le pido a Dios que me ayude a escuchar como Jesús.

A veces vienen algunos a contarme sus penas (se cuentan tan pocas alegrías), y les recomiendo que se las cuenten también a Jesús. Me ponen cara extrañada y me dicen: “Si ya se lo estoy contando a usted.” Es verdad, pero qué distinto es también contárselo a Jesús, es mucho mejor oyente que yo y seguro que acierta en los consejos. Además tengo comprobado que cuando se lo han contado antes a Jesús suelen mentirse menos y ser más claros. A fin de cuentas eso es el examen de conciencia, que la Iglesia siempre ha recomendado para hacer una buena confesión. Cuando se hace un buen examen de conciencia, miramos nuestra vida ante Dios y se la contamos, luego, al acercarnos al sacerdote, somos más claros y más concisos, sin falsas excusas o extensos circunloquios.

Algunas personas que conozco, que han colaborado en el “teléfono de la esperanza,” te cuentan la necesidad que la gente tiene de ser escuchada. En nuestros templos deberíamos poner enormes carteles que dijeran: “Aquí se escucha.” Y por supuesto ponerlo en práctica.

Hoy celebramos también la dedicación de la Basílica de Santa María. Imagínate las conversaciones entre la Virgen y Jesús. Cómo se hablarían y cómo se escucharían. Pidámosle a ella que nos dé esa capacidad de escuchar y la certeza de que Jesús siempre nos escucha.