Isaías 9, 1-3. 5-6; Sal 112, 1-2. 3-4. 5-6. 7-8; san Lucas 1, 26-38

Eres Reina, Madre mía, por ser la Madre del Rey de Cielos y Tierra. Desde tu concepción recibiste su realeza, hecha gracia, y tus purísimas entrañas eran ya alcoba real cuando el Hijo de Dios vino a habitar en ellas.

Eres Reina, Madre mía, por ser la más perfecta y rica de todas las criaturas salidas de la mano de Dios. En ti puso el Creador más gracia que en todos los seres angélicos y humanos tomados en conjunto. Por eso, cuando el arcángel compareció ante tu presencia, no pudo hacerlo sino de rodillas, y venerándote como la «llena de gracia». Y, con todo, siendo en mucho superior a cualquier otro ser creado, te llamaste a ti misma «la esclava del Señor», mostrándonos que el ser humano es verdaderamente grande cuando se arrodilla ante su Dios.

Eres Reina, Madre mía, porque fuiste asociada de modo singular al Misterio de la Cruz, por el que tu Hijo Jesucristo compró nuestras almas para Dios. Cuando nuestros pecados taladraban su sagrado Corazón, todo aquel dolor fue recibido y acogido en el tuyo, y el sacrificio redentor que entonces subió al cielo llegó hasta allí envuelto en tus lágrimas.

Y, finalmente, eres Reina, Madre mía, porque Nuestro Señor Jesucristo, que compartió contigo el Hogar de Nazaret, y compartió contigo el lecho del Calvario, después de ascender a los Cielos y recibir el poder y la gloria, ha querido compartir contigo también su reinado de paz. Por eso ha puesto en tu mano el cetro de la realeza, te ha coronado de estrellas, y te ha sentado a su derecha. Posa hoy tu mirada sobre estos humildes súbditos tuyos, esclavos de tu amor, y líbranos para siempre del poder del Maligno, de modo que en nuestros corazones sólo reinen la paz y el gozo con que la gracia de tu Hijo Jesucristo sella las almas de quienes le aman.