san Pablo a los Corintios 2, l0b-16 ; Sal 144, 8-9. 10-11. 12-13ab. 13cd-14; san Lucas 4, 31-37

Ayer escuchamos la reacción de los habitantes de Nazaret ante la predicación de Jesús. Hoy el Evangelio nos presenta a Jesús en la sinagoga de Cafarnaún. Hay varios detalles interesantes. El primero es que Jesús enseñó allí un cierto tiempo. Durante varios sábados acudió a la sinagoga. Eso nos indica la importancia de perseverar en la formación. No es suficiente con escuchar un día algo que nos sorprende y que quizás nos cambia la vida. Al contrario, necesitamos cada día reafirmar lo que hemos vivido.
La primera lectura de este día nos ayuda también a entender lo que sucedió en Cafarnaún. Dice san Pablo: “Cuando explicamos verdades espirituales a hombres de espíritu, no las exponemos en el lenguaje que enseña el saber humano, sino en el que enseña el Espíritu, expresando realidades espirituales en términos espirituales”.
Jesús al hablar en Cafarnaún se dirige al corazón del hombre y provoca en él una transformación. Aquel sábado expulsó un espíritu inmundo. La presencia de Jesucristo es incompatible con el maligno. De ahí que expulse a aquel demonio que, además, sale sin hacer daño al hombre. Así nos cura Dios. Expulsa el mal que hay en nosotros sin dañarnos.
Lo que sucedió en Cafarnaún sigue sucediendo en la Iglesia porque Jesucristo sigue con nosotros. Principalmente en las acciones sacramentales se renuevan situaciones análogas a la sanación de aquel poseído. Nosotros tendemos a humanizar las celebraciones. Lo digo en el sentido de que fácilmente perdemos de vista el carácter sacramental de lo que allí sucede. Ciertamente la liturgia es a la medida del hombre. Es lo que permite que la comprendamos en su carácter simbólico. Pero también es verdadera acción de Dios. Lo sobrenatural puede pasar desapercibido si no acudimos a las celebraciones litúrgicas con esa dimensión espiritual de que nos habla el Apóstol.
Más allá de la predicación del sacerdote, de lo cuidada que esté la Iglesia y la celebración o del buen ambiente que pueda haber, aspectos que sin duda ayudan a nuestra asistencia, hemos de ponernos en sintonía con Dios. Aunque la Palabra de Dios se dirige a todos los hombres hay una parte de la comunicación que Dios establece con nosotros que está como reservada a los que viven en gracia.
Al curar a aquel endemoniado, que manifestaba su incompatibilidad con Jesucristo, el Señor nos enseña lo importante, decisivo, que es la vida de la gracia. No estar en gracia impide comprender el lenguaje de Dios. Por eso aquel hombre gritaba: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno?”. No deja de ser sorprendente que en esa situación aquel hombre acudiera a la sinagoga. Pero así fue. La misericordia divina nos espera en todas partes, porque el amor de Dios no es según nuestra medida y el milagro puede acontecer en cualquier momento.
De cualquier manera la llamada a cuidar la vida de la gracia es evidente. Sólo en gracia llegamos a esa intimidad con Jesucristo. Por eso dice el Apóstol: “nosotros tenemos la mente de Cristo”. Por la gracia se posibilita ese intercambio, mediado por la Iglesia, entre la mente de Dios y la nuestra. Él nos permite entrar en su intimidad, acceder a los misterios de su corazón y conocer sus designios salvíficos.
Que la Virgen nos ayude a asistir siempre dignamente a las celebraciones litúrgicas para que así podamos acceder a todos los tesoros de la gracia.