san Pablo a los Corintios 7, 25-31; Sal 44, 11-12. 14-15. 16-17 ; san Lucas 6, 20-26

Bastantes veces, cuando confiesas antes de celebrar la Santa Misa, tienes en la cabeza y en el corazón las palabras del Evangelio que vas a proclamar a continuación, y de eso le hablas al penitente. Es necesario advertirle que, cuando luego prediques, no estás hablando de él, que ya lo habías preparado y rezado antes de conocer sus problemas. Si no lo haces, a veces, se puede sentir demasiado personalizado en la homilía, lo que puede llevarle a la humillación, que sería malo, o a la presunción, que sería peor. Y es que para cada uno, a no ser que estemos muy metidos en Dios, el mundo entero gira en torno a nosotros. Muchas veces pensamos “esto lo dice por mí” y no sabemos lo lejos que estamos de la cabeza del que habla en ese momento.

El Papa decía el lunes en Alemania: “¿Adónde vamos, si respondemos “sí” al llamado de Dios? La más breve descripción de la misión sacerdotal –y esto es cierto en su manera particular para los hombres y mujeres religiosos también – nos la ha dado el evangelista Marcos. En su relato sobre el llamado de los Doce, dice “Jesús llamó a doce para que estén con él y para ser enviados”. Estar con Jesús y ser enviado, salir a conocer personas: estas dos cosas se corresponden y juntas son el corazón de la vocación, del sacerdocio. Estar “con Él” significa llegar a conocerlo y darlo a conocer. Cualquiera que haya estado con Él no puede retener para sí lo que ha encontrado, al contrario, tiene que comunicarlo a otros.” Si fuera presuntuoso pensaría que está contestando a mis interrogantes del comentario de ayer (del que por cierto faltaban los dos párrafos finales, cosas de la informática), pero el Papa, que está muy metido en Dios habla para todos, también para mi. Cuando uno se mete en Dios se siente completamente amado como persona y totalmente “expropiado” de su persona, al mismo tiempo.

“En aquel tiempo, Jesús, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo: -Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados…” La única forma de entender las bienaventuranzas es “salirse” de nosotros mismos y mirarnos desde el amor de Dios. Los ricos, los saciados, los que lloran, no están diciendo “sí” a Dios, sino a si mismos. Cuando San Pablo nos habla del celibato lo hace desde esta óptica. No conozco a ningún sacerdote cuyo principal problema sea el celibato. Suele ir antes el desencanto, la falta de fe, la pérdida de la oración, el centrarse en sí mismos y creerse el centro del mundo y, así, poco a poco, va escalando puestos el asunto del celibato.

Decir “sí” a Dios no está exento de problemas, de sinsabores y de “renuncias.” Pero son problemas compartidos con Cristo, son sinsabores de nuestra poca fe, que aumenta el Espíritu Santo, son “renuncias” que se ven colmadas por el amor que nos tiene Dios Padre.

Hacen falta obreros en la mies, personas que no vean las bienaventuranzas como una realidad utópica, sin lugar en la vida, sino que las vivan y las hagan realidad en medio del mundo.

Terminemos con otras palabras del Papa: “Aquí en esta Basílica, nuestros pensamientos se vuelcan a María, quien vivió su vida completamente “con Jesús” y consecuentemente estuvo, y sigue estando, cerca de todos los hombres y mujeres. Las muchas placas que hay aquí son un signo concreto de esto. Pensemos en la santa madre de María, Santa Ana, y con ella pensemos también en la importancia de los padres y madres, abuelas y abuelos, y la importancia de la familia como entorno de vida y oración, en donde aprendemos a rezar y en donde las vocaciones se desarrollan.”