Proverbios 3, 27-34; Sal 14, 2-3ab. 3cd-4ab. 5 ; san Lucas 8, 16-18

Actualmente, la expresión «estar en el candelero», significa publicidad, fotos, reportajes, revistas del corazón y demás… En la vida de Cristo, el candelero, según este modo de entender las cosas, habría sido el Monte de las bienaventuranzas, bajo el cual más de cinco mil personas escuchaban entonces su discurso. ¿Nos está pidiendo el Señor que subamos a ese «candelero», y prediquemos desde allí el evangelio? No me sería incómodo pensar así: yo soy sacerdote, y cada domingo me tengo que subir a mi «candelabro» particular a predicar el evangelio ante cientos de personas. Respecto a mí, por lo tanto, estas palabras están cumplidas, y puedo pasar a otra pregunta del examen. Pero, cuando acude al confesonario un ama de casa y me pregunta por estas palabras, ¿le diré que se suba al mostrador de la pescadería y empiece a desglosar el libro del Deuteronomio para tenderos y clientela? Cuando acude a mí un empleado de una oficina, ¿le diré que tiene que subirse a la mesa del ordenador y, golpeando entre sí dos pisapapeles, pedir silencio y repetir la homilía que me ha escuchado el domingo anterior? Le echarán del trabajo… ¡Y con razón!

El argumento está viciado desde el principio. Jesús de Nazareth no era Julio Iglesias ni la Pantoja, y su candelero no fue el Monte de las Bienaventuranzas. Aquel discurso no hubiera servido para nada si el Señor no se hubiera subido, más tarde, a su verdadero «candelero»: la Cruz. Allí ardió en Amor por todos los hombres, y, derramando como una luz gozosa su Santo Espíritu, hizo realidad en las almas de quienes le escucharon, y de quienes hoy le escuchan, aquellas palabras que ninguna fuerza humana hubiera podido cumplir.

Mi candelero, el del oficinista, y el del ama de casa, es el mismo de Cristo. Yo no alumbro cuando predico, sino cuando, al celebrar la santa misa, me uno a Cristo Víctima y me ofrezco junto con Él. Sin esto, todo mi discurso es pura poesía. Ese oficinista, y esa ama de casa, cuando desde primera hora de la mañana ofrecen a Dios la jornada que comienza, están subiéndose, entregados, al divino «candelabro». Cada uno en nuestro sitio y según nuestra vocación, permanecemos allí cuando abrazamos los clavos que nos cosen a la Voluntad de Dios, sin querer separarnos de ella a lo largo del día. Yo hablo en público de Jesucristo, y ellos deben dar a conocer desde la confidencia de la amistad la gloria de Dios, y tanto sus palabras como las mías sólo son luz cuando vienen desde ese candelero que, en el Monte Calvario, sostienen, como una palmatoria, las manos maternales de María.