Proverbios 30, 5-9 ; Sal 118, 29. 72. 89. 101. 104. 163; san Lucas 9, 1-6

Las palabras con que Nuestro Señor Jesucristo envió a sus apóstoles «a proclamar el Reino de Dios y a curar los enfermos», renovadas solemnemente momentos antes de su Ascensión a los Cielos, alumbraron una riada de gozo, y, desde entonces, es la vocación de la Iglesia ser una oleada de alegría que recorre festivamente un mundo triste y le hace estremecer de júbilo. «De aldea en aldea», por donde pisaban los pies de los apóstoles quedaba una estela de dicha que ningún oscuro viento lograba barrer. No era aquel gozo la alegría que da el mundo, ni la carcajada fácil de la ebriedad, ni la satisfacción de unas pasiones satisfechas, efímeros placeres que hoy son luz y mañana se tornan tinieblas. Se trataba de una paz serena, dichosa y fuerte como una roca asentada en el fondo de un lago, y que manaba de las almas y los ojos de aquellos Doce.

Me pregunto si, hoy, somos los cristianos, fieles a nuestra vocación, los mensajeros de la alegría celestial que el Señor desea; si cuantos hoy se crucen en nuestro camino seguirán recorriendo el suyo más felices de lo que eran antes; si tantos enfermos de tristeza, de apatía, de desesperanza, que hoy estarán a nuestro lado, se sentirán sanados por una palabra, una sonrisa, o una mirada de nuestros ojos; si el nombre de Cristo volverá a ser, en nuestros labios, ese bálsamo que suaviza toda herida… En definitiva, me pregunto si daremos de nosotros hoy al mundo lo mejor que hemos recibido, la alegría de ser cristianos, o arrojaremos sobre él, cansados, nuestras cruces y sufrimientos.

Quizá todavía haya quien se piense que ser cristiano es ir por el mundo como una especie de «pesado con escapulario», cuya misión consista en recordarle al prójimo sus pecados, en corregir absolutamente todo (de los demás), y en convertir a Jesucristo en un deber penoso que hay que recordar siempre a «los otros». Frente a tan triste apostolado, las palabras del Señor deben resonar hoy en nuestros oídos como el inicio de una fiesta a la que invitar a todas las almas: «anunciando la Buena Noticia y curando en todas partes»… ¡Causa de nuestra alegría, Madre de la Iglesia, haz de nosotros un pueblo feliz que haga feliz al mundo en el nombre de tu hijo Jesucristo!