Eclesiastés 1, 2-11; Sal 89, 3-4. 5-6. 12-13. 14 y 17; san Lucas 9, 7-9

Cuando alcanzaba la edad madura, el rey Salomón se alejó de Dios. Rico como era, vivió el resto de sus días rodeado de lujo, y entregado a los placeres que pudieran satisfacer sus pasiones. Al final de su vida, recorre con la mirada su historia y descubre que todo su patrimonio es el aburrimiento. La existencia que quiso exprimir se le ha escapado como agua entre los dedos, y en lugar de ganar el mundo ha perdido su vida. En definitiva, desde que alejó de sí a su Creador, se ha llenado de vacío. Comienza entonces a escribir el «Eclesiastés», y la primera frase que mana, impaciente, de su pluma, es: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad».

No quisiera divagar demasiado, porque la experiencia del rey Salomón no es un tratado filosófico, fruto de una abstracción mental, sino las lágrimas amargas que brotan de un dolor concreto, pesado y desgarrador que postra al hombre por tierra. Por eso, quisiera que este breve comentario tuviera el peso específico de esa tragedia de lo cotidiano: ante mí, en este día 28 de septiembre, van a desfilar personas concretas de carne y hueso; oportunidades de conseguir o rechazar, de trabajar o descansar; llamadas y visitas; peticiones como un grito, y otras como un silencio que sólo escucha aquel que ama; ofrecimientos seductores y tesoros de aquellos que sólo se consiguen con sacrificio… Si me sitúo frente a ello como se sitúa el hambriento ante un cesto de frutas, entregado al vértigo del dominio y de la ganancia inmediata, procurando apurar con ansia hasta la última miga del plato que se me ofrece, al final de día (o, quizás, al final de la vida), descubriré que me he fatigado en nada, y que he saciado mi hambre con un alimento vacío que dejó en mis labios el amargor egoísta de la náusea. Frente a esta actitud «acaparadora», que intenta ganar el mundo para sí, se sitúa la actitud cristiana (esto es, de Cristo) de la entrega: ser yo ganancia para el mundo, perder la vida, perder el día para que otros lo ganen; empobrecerme para enriquecer a los demás; cansarme para que otros descansen; renunciar para que otros obtengan; sacrificarme para que otros sean bendecidos… El precio es el mismo: llegar cansado a la cama. Pero, al final del día, en lugar de sentirme vacío por cuanto me fatigué en llenarme, descubriré que, tras haberme libremente vaciado, Dios mismo llena mi vida merced al maravilloso misterio de la Cruz.

«A los hambrientos los colma de bienes, y a los ricos los despide vacíos», dice la Virgen en el Magnificat. Hoy quiero, Madre mía, acaparar hambre: plenitud de plenitudes, todo plenitud; Cristo crucificado, Tesoro del hombre.