8/1/2007, Lunes de la 1ª semana de Tiempo Ordinario
Hebreos 1, 1-6; Sal 96, 1 y 2b. 6 y 7c. 9 ; San Marcos 1, 14-20

Se acabó la Navidad. Esta mañana volvemos a hacer las cosas de cada día (los que hagan cada día las cosas iguales). Ya hemos retirado el Belén, guardado la imagen del Niño Jesús, quitado los adornos, y a seguir viviendo. Los estudiantes volverán a la escuela, los trabajadores a su lugar de trabajo, las amas de casa a sus labores y los jubilados a ejercer de padres de sus nietos. Puede parecer que se ha pasado lo “extraordinario” y que volvemos a la rutina. Ayer ya me preguntaba uno cuánto queda hasta el próximo “puente.” Hasta en la liturgia este tiempo se llama “tiempo ordinario,” como si no hubiera más que dejarlo pasar hasta que lleguen otras épocas realmente importantes.

“Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio.” Con la urgencia con que empieza a predicar Jesús en este primer día del tiempo ordinario, no parece que sea un tiempo de rutina y monotonía. Cada día, cada instante, tiene una tarea fundamental, apasionante y urgente: creer.

A veces nos puede parecer complicado creer. Parece que Dios calla en tantas situaciones y damos tan mal ejemplo los que nos llamamos (y somos) cristianos, que la fe parece que se tambalea. En estos días pasados he tenido que ir alternando entre las alegrías de los que celebraban una Navidad superficial, a la tristeza de la familia a la que tuve que enterrar a su hijo de 36 años, a la falta de fe un viudo reciente, a la fe profunda del los que besan la imagen del niño Dios con ternura y devoción. La fe es un don, un regalo de Dios en nuestro bautismo. Pero, como en la construcción de un edificio, hay que ir apuntalando, cimentándola y reforzándola. “¡Que nadie tenga miedo de Cristo y de su mensaje!” nos exhortaba Benedicto XVI estos días pasados. El miedo resquebraja la fe, mina la esperanza y enturbia la caridad. Por eso, si se puede hablar así, es necesario creer más y mejor. Este tiempo no es nada “ordinario,” es tiempo de creer, de seguir descubriendo las obras de Dios, su misericordia y su paciencia con nosotros.

“En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo.” Y nos sigue hablando en cada Eucaristía, en cada rato de oración, en cada instante de nuestra vida, si estamos atentos, podremos oírle decir: “Venid conmigo y os haré pescadores de hombres.” ¡Qué lástima dan aquellos que han perdido la pasión en la fe! Parece que no esperan nada, que Dios no puede sorprenderles ni asombrarles. En el fondo eso también es miedo. Miedo a que Dios no sea como yo quiero y pueda pedirme algo más.

Este tiempo es para abandonarse en manos de Dios. Nuestro estudio, nuestro trabajo, nuestras cosas son suyas y las ponemos en sus manos. Está cerca el plazo, no hay tiempo para pensar que ya lo haré mañana, en otra ocasión, tal vez otro año. O en el día de hoy haces un acto de fe, le pides al señor que te ayude a creer con más firmeza, a no reservarte nada para ti y ser completamente suyo, o habrás perdido este día.

María vería como su Hijo se marchaba a proclamar el Evangelio de Dios. Confiaba en que hacía lo que tenía que hacer. Pidámosle a ella que nunca dejemos de escuchar las llamadas que Dios nos hace hoy.