24/1/2007, Miércoles de la 3ª semana de Tiempo Ordinario.
Hebreos 10, 11 – 18; Sal 109, 1. 2. 3. 4 ; san Marcos 4, 1-20

La de hoy es una parábola que siempre que la leo me deja algo inquieto. ¿Qué clase de tierra seré yo? A veces pienso que en mi corazón hay todas las clases de terrenos de los que habla el evangelio: llenos de piedras, sembrados de cardos, bordes de camino y algún pedazo fértil. Recuerdo que en una ocasión comentando con adolescentes esta parábola les pregunté con qué se identificaban. Inmediatamente me dijeron que con la tierra fecunda. Aquello me sorprendió mucho, pero también me sirvió de alerta. Fácilmente podemos creer que hacemos todo lo que podemos.

Sabemos Que nadie está obligado a dar más de lo que puede y nos refugiamos en ese dicho popular como si esa fuera nuestra realidad. Lo cierto es que el evangelio de hoy no incide en nuestras fuerzas sino en nuestra disponibilidad.

Recién he llegado de una convivencia. Había chicos de muchas clases. Algunos quizás estaban allí sólo porque no soportan su casa, otros por curiosidad y no faltaba quien vino en busca de aventuras. Eso indica ya una disposición. Sin embargo, una vez más, he constatado que los frutos son desproporcionados con el esfuerzo y que donde pensábamos que no podía suceder nada ocurre un milagro. La tierra del corazón no es tan fácil de distinguir como la de los campos. Es más difícil de arar y, sobretodo, más propensa a las sorpresas.

Cuando Jesús compara a los oyentes con diferentes terrenos no se refiere a un predeterminación. Más bien parece que nos instruye sobre el cuidado de nuestro corazón para recibir la Palabra. La semilla germina por su propia fuerza y nos es regalada. El sembrador, que es Jesucristo, la ofrece gratuitamente. En cada uno de nosotros se deposita ese germen de gracia llamado a dar fruto. ¿Pero qué pasa con nuestra manera de recibir lo que se nos da?

La semilla penetra en lo hondo de la tierra y, fuera de nuestra vista, inicia un proceso que, si todo va bien culmina en una planta que da fruto, una espiga de la que obtenemos el grano. Es en lo hondo donde todo se juega, es decir, en el corazón. La manera cómo nosotros nos colocamos ante Dios, la docilidad a su Palabra, el dejarnos guiar, todo ello constituye el terreno. El mismo Jesús, y no vale la pena repetirlo porque está claro en el texto de hoy, nos recuerda los peligros que asedian al evangelio. ¿Qué podemos hacer ante ello?

Mi abuelo tenía campos y, en verano, yo lo acompañaba. Eran tierras bastante malas, pero eran las únicas de las que disponía. Con él aparte piedras de los surcos y arranqué las malas hierbas que crecían entre los cultivos. Con dedicación se lograba alguna cosecha. Pero había que cuidar la tierra. También nosotros hemos de cuidar el corazón: estar atentos a si seguimos lo importante o nos dejamos embaucar por lo pasajero, si asumimos las enseñanzas en su profundidad o solo sentimentalmente, si dejamos ser cuidados por la Iglesia o pensamos que nos valemos por nosotros mismos.

El sembrador sale cada día a sembrar, que María nos ayude a tener un corazón abierto a Dios, en el que pueda germinar su Palabra.