29/1/2007, Lunes de la 4ª semana de Tiempo Ordinario
Hebreos 11, 32-40; Sal 30, 20. 21. 22. 23. 24; Marcos 5, 1-20

Hoy escuchamos en el Evangelio uno de esos milagros de Jesús que sorprenden por su espectacularidad. No es difícil imaginarse a toda una piara de cerdos precipitándose por un barranco. La imagen, aún en nuestra cabeza, resulta más que impactante. Pero, lejos de considerarlo una extravagancia, podemos extraer algunas lecciones.

Aquel hombre poseído lo pasaba realmente mal. No sólo él sino todos los que lo conocían. Muchas veces habían intentado sujetarle, pero era en vano. Poseído por un espíritu inmundo rompía los cepos y las cadenas. Nadie era capaz de controlar el mal que dominaba aquel hombre. A veces nos topamos con males pequeños, y con defectos en otras personas que nos esforzamos por tolerar. Pero en otras ocasiones parece como si el mal se desbordara y no se pudiera nada contra él. Nos encontramos en una de esas ocasiones.

Cuando Jesús se acerca a aquel hombre marca su distancia: “¿Qué tienes que ver conmigo, Jesús, Hijo de Dios Altísimo?”. Con el demonio Jesús no tenía nada, pero sí con aquel hombre que estaba siendo atormentado. Es a él a quien viene a liberar.

Jesús, en el proceso del exorcismo, mantiene un diálogo con los demonios. Por eso sabemos que eran muchos y su nombre Legión. Los demonios le piden que no los devuelva a los infiernos, donde los sufrimientos son inenarrables. Al hacer esa petición muestran que reconocen el poder de Jesús y es una clara indicación de que en el mundo no hay dos principios rectores, uno bueno y otro malo. Existe el mal y existe el demonio, pero dentro de un plan conocido y controlado totalmente por Dios. Nada pueden los demonios contra el Señor.

Jesús, mostrando su poder, y enseñándonos que los demonios también le obedecen, los envía a los cerdos (animales inmundos para los judíos), y estos se despeñan. Quizás alguien se pregunte porque el Señor no destruye a los demonios. De entrada hay que señalar que Dios ama todo lo que ha hecho. Lo ama en su bondad, no en lo que obran mal o se pervierten. Los demonios son, según su naturaleza, ángeles, pero sucede que se han vuelto contra Dios. Están condenados para siempre pero no son destruidos. Tampoco el hombre pecador es destruido por Dios. Y, si bien los demonios hacen cosas malas, no podrían hacer nada si Dios no se lo permitiera. La razón de esa permisión se nos escapa, pero sabemos que sirve para un bien mayor.

Pero, en la narración de hoy, encontramos otro aspecto curioso. La gente de aquella comarca, al perder sus dos mil cerdos, le piden a Jesús que se vaya. Son incapaces de ver el bien mayor que se les ha concedido. Han sido liberados de la presencia del maligno pero, de alguna manera, prefería sus cerdos.

Quizás es ese el motivo por el que Jesús no permite al hombre que ha sido sanado que le siga. Prefiere que se quede por aquella zona cumpliendo la misión que le encomienda: “Vete a casa con los tuyos y anúnciales lo que el Señor ha hecho contigo por su misericordia”.

El amor de Dios es mucho mayor que cualquier otro bien. Que la Virgen María nos ayude a buscar la misericordia del Señor por encima de cualquier otra cosa.