07/02/2007, Miércoles de la 5ª semana de Tiempo Ordinario
Génesis 2, 4b-9. 15-17, Sal 103, 1-2a. 27-28. 29be-30, San Marcos 7, 14-23

Hoy, leyendo de nuevo el relato de la Creación del hombre, he caído en la cuenta de un detalle hasta ahora inadvertido para mí: el barro con que Dios modeló a su criatura no era entonces un material abundante, espolvoreado por la lluvia que envuelve la tierra: «el Señor Dios no había enviado lluvia sobre la tierra (…) sólo un manatial salía del suelo y regaba la superficie del campo». A ese manantial acudió Yahweh, porque sólo allí la tierra era blanda, moldeable, dócil al tacto de sus divinos dedos. El resto del suelo era duro, intratable, inútil para dar forma a una criatura nueva y hermosa. Junto a esa fuente, Dios se agachó, y ensució sus manos con el polvo de la tierra. Pero, como era tierra blanda, agradecida al manantial y a la mano que la acariciaba, se dejó hacer sin avergonzarse de su propia suciedad. Con todo, bien sabía la tierra (entonces aún lo sabía) que era frágil, que incluso estando seca debía su forma a las manos de un Artista, y que bastaría una pedrada para hacerla saltar en mil pedazos… Aún así quiso Dios depositar, en tan quebradizo trono, su majestuoso Espíritu de vida, el Tesoro de su intimidad. De este modo, cuando aquella criatura viviera del Aliento de Dios, todos, al verla, podrían distinguir qué parte procedía de la tierra, y qué parte procedía del Cielo, y así nadie dudaría de que Dios había hecho una alianza amorosa con su criatura.

Me he fascinado con el descubrimiento de este manantial, y en mi locura he volado por encima de los siglos, hasta el punto de que me ha parecido, cuanto entonces sucedió, una parábola maravillosa, un anuncio dulcísimo, una profecía conmovedora. Es como si aquella Palabra por la que Dios creó todas las cosas hablara aún a través de ellas desde el principio mismo de los tiempos, y la voz llegara a mis oídos con una asombrosa claridad (¿será el filete que he comido esta tarde?). Y, sumido en oración, he pensado que aquel único manantial gritaba a voces el Costado abierto de Cristo, del que mana la única agua capaz de dar Vida. Y después me ha parecido que sólo cuando se aproxima al Calvario, y se empapa con aquella agua, puede el hombre ser dócil a Dios y dejarse moldear por su Voluntad, porque cuando anda lejos de la Cruz es el hombre duro como la piedra. Y he creído ver que Dios allí se agachaba, y manchándose en sangre con los pecados de los hombres, moldeaba la criatura nueva, que, arrepentida de sus culpas, se dejaba gozosa recoger y acariciar. Y luego me ha parecido que soplaba Dios cuando Jesús, «inclinando la cabeza, entregó el Espíritu (el Aliento)» (Jn 19, 30), y que entonces yo nacía y era muy niño, un bebé alumbrado a la gracia.

Serán cosas mías; será el filete; pero he creído entender por qué a María la llamamos «tierra buena». Serán cosas mías, sí, pero, por si acaso, a Ella le pediré no alejarme del Manantial, no retirarme del Calvario.