17/02/2007, Sábado de la 6ª semana de Tiempo Ordinario
Hebreos 11,1-7, Sal 144, 2-3 4-5. 10-11, San Marcos 9, 2-13

Dios es bueno y quiere que nosotros también lo seamos. Además, es omnipotente, de modo que nada le es imposible. Por otra parte, Él sabe que yo deseo salvarme, que le amo y quiero serle fiel… Entonces, ¿por qué ponerlo tan difícil? ¿por qué ha elegido el camino de la fe, cuando sabe que si yo viera su gloria junto a mí constantemente no pecaría?

Esta pregunta me la han hecho muchas veces; quizá yo mismo la he formulado en alguna ocasión. Todo sería más fácil si viéramos a Dios, con la misma claridad con que vemos la tentación. Para que compremos coches o bebamos refrescos, nos llenan los sentidos con imágenes y ruidos hasta casi llevarnos en volandas al centro comercial… ¿Por qué Dios no hace lo mismo, si yo quiero hacerle caso? ¿Por qué ha elegido ese oscuro y difícil camino de la fe en el que, tanto Él como yo, nos arriesgamos tanto?

Supongamos, por un momento, que Dios escuchara la suplica que late tras esta pregunta; supongamos que Dios eligiera ese camino «fácil» que le proponemos, y se comportara como un vendedor de «Coca-cola»… El primer escollo con que tropiezo, a la hora de seguir escribiendo, es que no sé exactamente cómo lo haría; pero, puestos a imaginar, imaginemos que, cada vez que un mal pensamiento cruzara por mi mente, se me apareciera un ángel invitándome a alabar a Dios; imaginemos que, cuando fuera yo a hablar mal de alguien, viera ante mí a Jesucristo diciéndome: «¡calla, niño!»; imaginemos que, cada vez que en la televisión apareciera una escena inmoral, junto al aparador surgiera un querubín mirándome con ojos escrutadores; imaginemos que, cuando me resisto a levantarme de la cama, viniera la Virgen María a despegarme las sábanas… ¡Oiga, así no hay quien peque tranquilo!… Efectivamente, en el Tabor no se puede pecar; por eso duró tan poco.

Es cierto que muchos estarían encantados. A muchos les fastidia que pecar sea «tan fácil», y harían lo que pudiesen con tal de negar a los demás la libertad para ofender a Dios… Pero dudo que a Dios le gustase contar con un batallón de hombres que le obedecen porque no tienen más remedio; y, a mí, francamente, tampoco me haría mucha gracia. Quizá algún día acabara preguntándome si amo a Dios de verdad, o le sirvo a la fuerza.

Al elegir el camino de la fe, Dios ha elegido lo más difícil para nosotros, y lo más duro para Él, quien ha tenido que allanar la senda con la sangre de su propio Hijo… Pero nadie podrá dudar, ahora, que estamos ante un Dios que de verdad nos ama, y que quiere ser amado de verdad. Por eso, a la Santísima Virgen, maestra de fe, le pediré que pueda yo decirle siempre a Ella, a mi Creador, y a mí mismo, que amo a Dios «porque me da la gana».